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Homilía de la Misa funeral por Manuel Garrucho "Manolito" a cargo de Fernando E. Borrego Ojeda, Pbro.


“Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25, 40).

         Con estas palabras concluye el Señor su mensaje a los justos, invitándolos a participar del banquete eterno, tal y como acabamos de escuchar en el Evangelio. No por casualidad la Iglesia ha encontrado siempre en este texto la formulación de las obras de Misericordia, por las que no sólo conseguimos la recompensa eterna, sino que descubrimos el rostro misericordioso del Padre, que se revela en su Hijo Jesucristo. Esta Misericordia divina la encontramos en el Señor, quien por la Encarnación quiso hacerse hombre, compartiendo en todo nuestra condición humana, menos en el pecado (Hb. 4, 15), y desde entonces, todo ser humano es presencia de Cristo en nuestro mundo. Hoy, en esta mañana, los que llenamos esta Iglesia de San Martín, estamos aquí porque hemos visto la Misericordia de Dios en el rostro y en la vida de esta hermano al que hoy despedimos.

         Manolo, ha sido para nosotros un regalo de la Misericordia divina, uno de esos rostros cercanos en los que hemos encontrado a Dios mismo que nos ama y nos acoge. Manolo vivió de una forma especial estas obras de Misericordia.

         Al que tuvo hambre le dio de comer, quitándose él mismo, si era preciso, su propio pan, pensando que si él lo hacía con cualquiera, quizás, otro podría hacerlo con uno de los suyos.

         Dio de beber al sediento, no solo agua fresca en las tardes de verano, sino sobre todo, nos dio de beber del manantial vivo que es la Eucaristía (Jn. 4, 14), acercándonos al Sagrario, en las serenas noches de la Adoración, o en las charlas que ante su Capilla tantos hemos podido mantener con él.

         Vistió al desnudo. Tantas veces llegó descalzo, sin abrigo, y sin revelar nunca qué había hecho con ellos.

         Visitó al enfermo, al cercano y al ajeno. Pero no sólo a aquellos carentes de la salud física, sino sobre todo, asistió a tantos enfermos de soledad, de compasión, que llegaban hasta estos bancos de San Martín y a aquellos otros muchos a los que él les salía a su encuentro. La Frater, siempre presente en su corazón y en sus labios.

         Socorrió a los presos. Él mismo sabía lo que era la cárcel, no la de rejas y cerrojos, sino la cárcel del tener, la cárcel de la apariencias, de la falsedad. Manolo rompió esos barrotes y vivió libre, libre como son los hijos de Dios (Cf. 1 Cor. 9, 21). Y procuraba socorrer a los que tantas veces nos dejamos apresar, nos convertimos en esclavos. Defendió la libertad, libertad para pensar, para hablar, para ser.

         Acogió al peregrino. Y tantos peregrinos hemos pasado por esta casa, tantos que si no hubiera sido por él , por su acogida, por su tener siempre las puertas de su corazón abiertas, no nos hubiéramos sentido acogidos, comprendidos, hermanos, amigos. Como Santa Marta, acogiendo al que pasa, y tratándolo como si de Cristo se tratase.

         Si Manolo ha sido un rostro de la Misericordia para tantos, cómo no tener la certeza de que el Señor le habrá dicho ya eso de “Ven a mi, bendito de mi Padre” (Cf. Mt. 25, 34).

         Más aún, toda la vida de Manolo fue un mirar al Sagrario, para mirar con los ojos de Dios al mundo. Fue un vivir cerca del Sagrario, junto al Sagrario, para llegar a convertirse en un nuevo Sagrario. En el Sagrario a Dios se le tiene oculto, y cuando en intimidad llegas a adentrarte en él, acabas sintiendo el latir del corazón de Cristo (Cf. Jn. 13, 23). Manolo ocultaba en su apariencia el amor de Dios, y sólo en la intimidad con él podías llegar a descubrir el corazón de Cristo, muchas veces traspasado, pero siempre latiendo de amor por todos, incluso por los que como Judas se acercaban con besos de traición, incluso de los que indiferentes pasaban junto a él como si nada, incluso de los que como hipócritas han acusado y dañado al humilde y al sencillo. Ahora su corazón, unido ya al de Cristo para siempre, seguirá latiendo en la memoria y en el recuerdo de todos los que guardamos algo de él, de todos los que nos hemos quedado con parte de su vida.

         Bien pueden parecer estas palabras una causa de canonización, pero los que conocemos bien a Manolo sabemos que no es así. Todos tenemos nuestros pecados, nuestras debilidades, y Manolo también las tenía (Cf. 1 Jn. 1, 10). Pero precisamente por ellas, a través de ellas, Dios se servía de él para mostrarnos su Misericordia (Cf. 1 Cor. 1, 27). Qué necios y torpes hemos sido para darnos cuenta estas cosas (Cf. Lc. 24, 25).

         “Me he hecho todo a todos, para salvar, aunque sea a unos cuantos”, dice el Apóstol Pablo (1 Cor. 9, 22). Y Manolo así también lo hizo. No le importó tocar fondo muchas veces, para llevar la luz del amor a tantas situaciones de oscuridad y perdición. Cuántos, gracias a él, se sintieron amados y reconciliados.

         Y la Cruz, la Cruz de Cristo siempre presente en su vida. Manolo amó la Cruz, se negó a sí mismo, la cargó y siguió a Jesús (Cf. Mt. 16, 24). Desde una infancia dura, en las que unas mijitas de pescaíto frito eran sus delicias; creciendo bajo la atenta mirada del Señor de la Lanzada, como pillo monaguillo de tantos curas que han pasado por este templo, siempre amando la Cruz. En un rincón cualquiera de la casa de las Hermanas de la Cruz, queriendo imitar a Santa Ángela, o bajo el calor de la cogulla del Padre Amadeo, su maestro y amigo. Amando siempre la Cruz. Como un hijo, hermano y compañero para Consuelo, padre para David, abuelo para Bárbara, siempre amando la Cruz. Celoso de la casa del Señor (Cf. Jn. 2, 17), servidor incansable de la Iglesia, su madre, aunque algunas veces ésta haya sido para él algo madrastra. Pero siempre amando la Cruz. Brindando auténtica amistad, consejo, compañía, dándolo todo, quedándose sin nada, perdiendo todo lo que más quería, pero siempre amando la Cruz. Amando la Cruz y abrazándola, tantas cuaresmas, a escondidas, sin que nadie lo viera, arrodillado ante su Señor de la Lanzada. Abrazando el santo madero para izarlo sobre su paso, para que todos vieran la Cruz, y en ella, a Cristo, crucificado por amor.

         Manolo levantó la Cruz, y con ella a Cristo, y nosotros, viéndolo levantado sobre la tierra, sentimos nuestros corazones atraídos hacia Él (Cf. Jn. 12, 32).

         Ahora ha sido la Cruz quien ha elevado a Manolo, por el camino de la Cruz seguro que está ya en la presencia de Aquel a quien sirvió, amó, adoró, y esperó toda su vida. El sueño de Manolo se ha cumplido. Por él, demos gracias a Dios.

         Y junto a la cruz, María, siempre María, Guía, Esperanza y Buen Fin de su vida. En el interior de este féretro intuimos el rostro del Cristo de la Caridad, abatido por amor, con la serenidad merecida tras el sufrimiento vivido como ofrenda al Padre (Cf. Jn. 10, 17). La vida de Manolo vuela a la eternidad, y aunque algo de él se queda en nuestro corazón, esta casa no volverá a ser ya la misma.

         María, Madre de Jesús y Esperanza nuestra, no nos permitas caer en el desánimo ni en la desesperanza, al contrario, llénanos de la fuerza y la ilusión necesarias para seguir viviendo. Te lo pedimos, Divina Enfermera, por tu Hijo Jesucristo, que vive con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.

         Amén.

Foto: Francisco Santiago.










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