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Este vecino amable que vive en San Lorenzo …………


Mariano Lopez Montes. Doctor en Medicina y Licenciado en Antropología. David Florido del Corral. Profesor Departamento de Antropología Social y Cultural. Universidad de Sevilla

Nos proponemos realizar una reflexión acerca de la relación de los hermanos y fieles del Gran Poder con la Imagen del Señor. Ello lo hacemos a partir de nuestra condición de hermanos de la corporación, pero también de nuestra formación académica en el ámbito de las ciencias sociales, y en particular de la Historia y la Antropología. La cuestión que abordamos es cómo la humanización de la figura de Cristo, encarnado en la imagen del Gran Poder, favorece un tipo de relación entre el devoto y la Divinidad. Esta humanización caracteriza a las formas de la religiosidad popular en Andalucía, en el marco del cristianismo católico, si bien podremos encontrar algunas claves culturales en otros horizontes históricos. Hemos de advertir al lector que la visión que aquí se propone no es la única posible. Se trata más bien de una propuesta entre otras posibles,  con las que no tiene por qué colisionar por no ser incompatibles, al tener en cuenta factores históricos, culturales y teológicos.

Sí, porque este Señor que aquí reside, y recibe, representa a ese vecino amable y servicial que todos quisiéramos tener y que vive en el corazón de muchos de los que habitamos esta ciudad, hasta el último rincón del barrio más lejano. Es vecino y amigo de los quienes nos tenemos por sevillanos, pero también de otros foráneos que cada día se acercan donde Él habita. Lo cierto es que ellos y nosotros lo vemos y sentimos con unos ojos y una emoción diferentes, desde que un día nos lo presentaron nuestros mayores con esa fórmula escueta, sencilla, cercana, que refuerza la pleitesía que le debemos, del “Señor”. Quienes se han habituado a su presencia desde niños, quienes han tenido la fortuna de tenerlo siempre a mano y de acudir a su casa con la fuerza de la habitualidad –no ya en las ceremonias de familiares y amigos, sino por el puro placer o la acuciante necesidad  de dialogar con él, o simplemente de contemplarlo- sabrán en qué consiste esta familiaridad que ninguna otra Imagen como él permite.

Se trata del Señor de Sevilla y del Señor particular de cada uno de nosotros, hermano o no de su cofradía, más o menos fiel en función de su diferente nivel de creencias y práctica religiosa. Porque estamos ante un Dios que te mira, que te escucha, que te riñe, pero al que le riñes; que te pide y a quien pides, que siempre te ayuda con el peso de esa cruz sin madera,  que todos y cada uno llevamos desde hace siglos. Peso de muerte, de paro, de separaciones y carencias, peso que con el paso de los años siempre se ha ido renovando, creando nuevas y actualizadas pesadumbres. Hoy, quizás las astillas del madero que cargas sobre tu hombro llevan grabados los nombres de Damasco, Alepo, o Hama, y están escritas con las miradas impotentes de miles de seres humanos que no te conocen, pero que ya han sentido en sus propias carnes la violencia de la guerra, el horror y la muerte. Señor del Amor en un mundo que parece no aprender, Señor de la comprensión en un mundo que no comprende, Señor de lo divino que se vuelve humano y que sigue tendiendo su mano recia y vigorosa a todo aquel que se le acerca.

Antonio Núñez de Herrera, en 1934, apuntaba la humanización de nuestras Sagradas Imágenes de la siguiente manera: “El Dios de las maldiciones, el que sana a los enfermos y el que conduce a la gloria no sale en Sevilla. No hay Cristos procuradores, ni Vírgenes curanderas. Mas que confiar en los Dioses, la gente lo que tiene es confianza en ellos. Esto es lo grande. Dios viene a ser aquí lo que será en efecto. La suprema simpatía. Nada menos”[1] .

Esta cita nos permite reflexionar sobre cómo, en la Andalucía a la que pertenecemos, los creyentes nos acercamos a las Imágenes Sagradas. El antropocentrismo que caracteriza a la cultura andaluza –es decir, la consideración de que todas las cosas y relaciones, han de ser convertidas a escala humana; el valor rector de que lo humano debe ser la perspectiva desde la que contemplar el mundo- se traslada al ámbito de lo divino. Así, aquí se humaniza lo divino, lo que representa la fuerza omnipotente. Y no sólo porque representamos a Dios en forma de Jesús humanizado, sino sobre todo porque nos hemos acostumbrado a mantener una relación con esa figura como si de un vecino se tratara[2].

Posiblemente, este trato de proximidad y cercanía con lo divino hunda sus raíces en períodos y horizontes culturales del pasado. En la religión urbana de la cultura clásica (en la mediterraneidad griega y romana), la comunicación entre los Dioses y los fieles era permanente, especialmente mediante las divinidades “menores”, que jugaban un papel muy similar al que han jugado tanto la Virgen como los Santos en las formas populares de la práctica católica del cristianismo. Así, el hieratismo distante de la relación entre Dios Padre y el fiel en la tradición judía (en la que, no lo olvidemos, se inserta el cristianismo) se va dulcificando. Por una parte, gracias a esa labor intermediadora; por otra, a la transformación de las prácticas de sacrificio de religiones más antiguas en la oración,  que se erige entonces en el vehículo fundamental entre el fiel y Dios[3].

A esta tradición hay que incorporar las aportaciones específicas del cristianismo, como el concepto de la encarnación: el Dios creador que se hace hombre para acercarse a los seres humanos en la figura de Jesús, como podemos leer en San Pablo:

“Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de siervo, pasando por uno de tantos” (Carta a los Filipenses (2,6-7).

De ahí que la imaginería se haya convertido en uno de los principales instrumentos de transmisión de los significados religiosos en la tradición católica. Es esta forma de arte encarnado, de Imaginería devocional que permite el acceso directo entre el fiel y Dios, una oración hecha tacto, beso, “carnal”, decididamente humanizada. Lo que caracteriza a nuestras Imágenes es precisamente su humanidad, aunque sublimada, que se plasma en su representación como ser doliente, a escala humana, huyendo de grandilocuencias y exageraciones del patetismo que pudieran significar alguna forma de rechazo por el fiel. Ante esa Imagen representada no solamente sentimos consuelo, sino compasión, cerrando así el círculo entre Él y nosotros. Y para ello usamos no sólo la Imaginería, sino una ritual dramático, teatral, para dar vida a las Imágenes: las procesiones y los pasos. En estos, vestimos a las Imágenes, las hacemos andar con nuestro esfuerzo, las solemnizamos con flores y música (o silencio), del mismo modo que mediante el culto interno las adornamos mediante unas prácticas que sintetizan valores humanos y teológicos. Todo ello conduce a ese aire de familia con el que nos relacionamos con las Imágenes

Esta relación personal y humana que tenemos con la imagen del Señor, sin desdeñar en ningún momento el valor trascendente y religioso de la Imagen, se corresponde plenamente con una escala de valores humanos. Así, el Señor  toma el protagonismo en nuestras vidas, por un lado, como nuestro amigo cercano, con el que confraternizamos; por otro lado, como un Ser superior, divino, en el que confiamos plenamente. Esta ambivalencia es la que permite que cada quien se acerque al Señor con sus propias cuitas, con sus esperanzas, desde su sensibilidad. Al Señor se le reza, se le pide, se le comprende, porque suponemos que Él también lo hace; sufrimos porque desde nuestra perspectiva, humana, Él también sufrió –y aún sigue sufriendo con las iniquidades de nuestro mundo- y somos capaces de empatizar con ese sufrimiento. El antropólogo Isidoro Moreno ha llamado la atención precisamente sobre esa relación de mayor proximidad y empatía que despiertan los Nazarenos en comparación con los Crucificados. Éstos, tras la última exhalación, han abandonado su condición humana para integrarse en su dimensión plenamente divina. Por ello, a ese Señor sufriente al que se le quiere, también se le puede reñir, del mismo modo que se le agradece y se le teme a un tiempo. Nos comunicamos con Él mediante emociones que refuerzan la vitalidad y la identificación plena con nuestra existencia humana, en definitiva.

Y de este modo referimos esa frase trocada en fórmula casi ritual de “ir a ver al Señor”; o “ir  a echar un ratito con Él, y contarle mis cosas”, que demuestran una vecindad anudada en sentimientos descarnadamente humanos. En cierta ocasión un miembro de la Junta de la Hermandad me encargó que recabara unas fotografías antiguas del Cristo, porque, según él: “las cosas del Señor deben estar con Él”. De este modo hemos de entender también que el camarín es su espacio, y accedemos a él para poder rozarlo con nuestros labios como expresión de amor humano, que se rinde ante la confianza que depositamos en su Gran Poder. Aquí nos encontramos con esa ambivalencia a la que hacíamos referencia con anterioridad –Divino y Humano-, y que se refuerza cuando es Él quien nos tiende las manos cuando se apresta a bajar al salón de la Basílica.

Es a este modo de interacción con la Imagen, que nos iguala a todos, hermanos y devotos en nuestra relación con el Señor, a lo que denominamos antropocentrismo, que podemos entender como rasgo propio de esa forma de religiosidad popular que tan vigorosa se muestra en nuestro entorno. La religiosidad popular trata de una búsqueda de relaciones con lo divino que sean sencillas y directas, con una comunicación más personal. Se enmarca en la necesidad que tienen las personas humanas del encuentro con la divinidad. Se da, por tanto, una simbiosis, una conjunción  armónica entre las dos facetas de la existencia humana: el plano cotidiano y la apertura religiosa a lo trascendente[4].  Como describe el antropólogo Rodríguez Becerra[5], se trata de una experiencia que se dirige a la satisfacción de necesidades elementales, básicas, que tienen que ver con la salud, el trabajo, la protección en momentos complicados o de peligro… No se busca tanto una redención salvífica de alto copete teológico, sino una ayuda para seguir tirando para adelante en nuestras cosas.  

La religiosidad popular tiene otras formas de vivencia, como la de acompañar a las nuestros titulares. El negro de las túnicas y esparto tiene el efecto de injertar a cada uno de los hermanos en el conjunto de la masa anónima. En el plano personal, el nazareno se siente acompañante y acompañado por ese Jesús hecho hombre, durante toda la noche y hasta la amanecida. Devoción y memoria se funden en un sentimiento de pertenencia. Incluso los que se acercan por la curiosidad u otros sentimientos por salir de nazareno, que de todo hay, se funden en una sola motivación que no es otra que acompañar al Señor, al Señor de todos (y en ese todos hemos de incluir también a los que acuden a la calle a verlo pasar), y que al mismo tiempo es el propio, el de cada uno.

Pero hay otro plano, el social, en el que la participación como hermano de penitencia tiene un demoledor efecto igualador, haciendo real la máxima de que ante Él todos somos solidariamente iguales. Siendo una Hermandad que históricamente se ha caracterizado por la presencia entre sus filas de élites sociales, Manuel Chaves Nogales, en 1934, reflejando esta percepción clasista sobre la base social de la corporación, hacía referencia a esta capacidad de la túnica de igualar a todos los hermanos, por la vía del demasiado humano vanidoso orgullo:

“En la Hermandad de San Lorenzo, en cambio, todos los nazarenos quieren ir acompañando el paso del Gran Poder que llega a reunir más de un millar de penitentes. Ser uno de esos mil penitentes de altísimo capirote, túnica negra de tela barata y grueso cinturón de esparto es el mayor honor que puede alcanzarse. Cuando van en las filas interminables rígidos y silenciosos, y la gente mira a los ojos que brillan  del antifaz preguntándose: ‘¿Quién será este?’, el nazareno del Gran poder siente crecer maravillosamente su personalidad, un orgullo sobrehumano le toma y se hace la ilusión de ser él, él solo toda la hermandad; él es entonces el rico comerciante, el poderoso banquero, el fino aristócrata, y el torero famoso, el señorito juerguista, y el temido cacique, el guapo y el terrateniente” [6].

En la Sevilla de hoy, algunos de estos tipos sociales a los que alude el periodista sevillano han dejado de tener sentido y han sido sustituidos por otros. En cualquier caso, podemos aseverar que se mantiene la emoción íntima, en cada uno de los hermanos nazarenos de hoy, de poder acompañar al Señor, del mismo modo que se repite la muy humana rivalidad silenciosa para poder situarse en posiciones más próximas a su paso, siquiera sea para sentir, intuir, su numinosa presencia gracias a las exclamaciones de asombro de público impaciente, gracias al rachear de sus costaleros, a las solemnes voces de mando de su capataz y a los secos golpes del martillo, o al histórico crujir de las ancianas  maderas de su canasto.

En definitiva, la enseñanza teológica de su desfile de nazarenos, en la sociedad del hoy, es que persiste la grandeza que este Señor del Gran Poder impone a sus nazarenos, quienes ponen en suspenso lo que han sido durante todo el año (posición, ambiciones, temores, prestigio, etc.), para convertirse en una sombra silenciosa que, humildemente, alumbra con su alma vacilante el caminar del Señor de Sevilla, reforzando así nuestra alianza con la Divinidad. Ni más, ni menos.

 


[1] Núñez de Herrera. A (1993) [1934] Semana Santa Teoría y Realidad “Simpatía y terapéutica de la Divinidad”. Ed Giralda, pág. 67-68.

[2] Moreno Navarro. I, (1985) Las cofradías sevillanas en la época contemporánea. Una aproximación Antropológica. Las Cofradías de Sevilla Historia, Antropología, Arte. Sevilla: Servicio de publicaciones de la Universidad de Sevilla y Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, p.  46-47.

[3] Muñiz Grijalvo, E. (2005 ) “La cristianización de la religiosidad pagana: cristianos y paganos frente a la muerte”. En Urías, R. y Muñiz, E. (coords.) Del Coliseo al Vaticano : claves del cristianismo primitivo, p. págs. 137-152.

[4] Hurtado Sánchez. J. (2000) Religiosidad Popular Sevillana.  Universidad de Sevilla. Área de Cultura del Ayuntamiento de Sevilla

[5] Rodríguez Becerra. S (1999) Religión y Fiesta. Signatura Ediciones, Sevilla.

[6] Chávez Nogales .M  (2012) [1934], Andalucía La Roja y La Blanca Paloma. Sevilla, Editorial La Almuzara, p. 67-68.

 


Fotos: Mariano López Montes, Francisco Santiago, Alberto García Acevedo, Fran Granado, Mariano Ruesga Osuna y Fco Javier Montiel










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