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El hombre que más nos acercó a la Virgen del Rocío. Juan Manuel Labrador Jiménez


Negar la evolución que ha tenido en los últimos años la Hermandad Matriz de Almonte de Nuestra Señora del Rocío sería no reconocer lo evidente. No hace falta ser un eminente rociero siquiera para darse cuenta. Cualquier persona que sienta y viva de cerca el mundo de la religiosidad popular de nuestra tierra andaluza en cualquiera de sus variadas y ricas manifestaciones se ha podido percatar de ello. Está claro que allá, cerca de la marisma de Doñana, lo más importante será por los siglos de los siglos la Blanca Paloma, y es Ella la que marca el pulso mediante los designios de su Pastorcito Divino a lo largo y ancho del tiempo. Pero no olvidemos que Dios hizo a los seres humanos libres y, por ende, responsables de sus acciones, por lo que no podemos culpar al Señor de los errores que puedan producirse porque éstos son solamente nuestros, no de Él, y si se acierta, el tino es igualmente nuestro pero hay que agradecérselo siempre a Cristo. Y dentro de ese compromiso cristiano por hacer las cosas correctamente hay que destacar la magnífica labor de un hombre bueno, educado, afable y entrañable como es Juan Ignacio Reales Espina, ya presidente saliente de la corporación que cuida y vela por el culto y el fervor a la patrona almonteña.


En estos días son diversos los artículos que se están publicando en prensa y en redes sociales elogiando la tarea que esta persona ha acometido durante sus ocho años de mandato al frente de las dos juntas de gobierno que le han acompañado en esta trepidante aventura. Y no es para menos. Su modestia y su humildad le hacen creer que no se merece estos escritos que se le están dedicando, pero todos somos muy conscientes de que por mucho que escribamos sobre él, cortos nos seguiremos quedando a pesar de todo. Sin duda alguna, Juan Ignacio Reales es un ejemplo a seguir, y si muchos dirigentes de nuestras hermandades en general lo tomasen como modelo y tratasen de mirarse en el reflejo que este señor irradia, la realidad de nuestra religiosidad popular desde el punto de vista institucional y eclesiástico sería totalmente distinto, con un cambio que, obviamente, iría enfocado cada vez para mejor.

Hay que darle las gracias a Juan Ignacio por haber logrado, junto a su gente, que la devoción a la Virgen del Rocío se haya vuelto más cercana hasta para quienes no somos rocieros, aunque sólo por el mero hecho de sentirnos marianos, Ella, la Reina de las marismas, llega a todo el mundo, haciéndonos ver, incluso, que no hace falta ser miembro de ninguna hermandad filial para quererla y rezarle. Esa es la grandeza de la devoción a la Madre de Dios, pues da igual cómo se advoque cuando Ella solamente es una y en el cielo está, si bien sus imágenes son el mejor vehículo para llegar hasta María, y si se trata de un icono considerado de los más populares y venerados en el orbe, contribuir a que a través, en este caso, de Nuestra Señora del Rocío podamos palpar más aún la magnificencia de Aquella que se hizo esclava del Señor para acabar siendo Emperatriz Soberana.

En escasos días le tomará el relevo Santiago Padilla Díaz de la Serna, cumpliéndose de este modo una ilusión compartida y anhelada por muchos hermanos de la Matriz de seguir avanzando en la línea marcada desde hace unos años. Llegará agosto, y después de siete años volverá a producirse la venida de la Señora a Almonte, y entre todos aquellos que marchen por las arenas junto a la Virgen, como anónimo devoto, irá él, Juan Ignacio, porque sabemos que no va a desaparecer, sino que discretamente seguirá ahí, postrándose a las plantas de Ella, ayudando y colaborando en lo que se le pida.

El Rocío es Almonte, que nadie lo ponga en duda, pero traspasa fronteras, o mejor dicho, no las hay para esta celestial Medianera de todas las gracias, las mismas que hemos de seguir dándole a ese buen hombre por haberla acercado más aún si cabe a tantos corazones rocieros y marianos. Que la Blanca Paloma le infunda a él y a su familia entera los dones de ese Espíritu Santo que, cada Pentecostés, sobrevuela los caminos que conducen hasta su belleza sobrehumana.









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