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Aquella pareja


José Fernando Gabardón de la Banda. Una pareja se asomó al balcón. Parecían felices. Estaban recién casados, se habían venido a vivir unos meses antes. Corrían los años finales de los sesenta. Vivian ese momento de alegría mutua, de encuentros por vivir, de complicidad mutua, en la que solo reina en ese instante la fuerza del amor. Podían haber sido sacado de una de esas fotos de la época, esas que hoy se presentan descoloridas, pero que encierran por sí mismo una página de la historia, esas que solo lo enseñamos a nuestros seres más cercanos, a nuestros familiares o amigos, las que guardamos en ese baúl de los recuerdos que encierran los años. La mujer muy morena sonríe, no con una sonrisa falsa, de esas que ponen muchas personas cuando te saludan por la calle, sino que, por el contrario, es una sonrisa dulce, llena de emoción, que recuerda aquella niña del balcón que represento Bartolomé Esteban Murillo. Vestida para la ocasión del día, con una preciosa melena negra, que le cae hacia sus hombros, con una viveza en la mirada, que un día me recordó alguna de esas jóvenes morena del pintor Eugenio Hermoso, pintor de Fregenal de la Sierra. No debe de extrañarme, es una de esas mujeres que posee una belleza natural, no por su edad todavía joven, sino por los bellos ojos que conservaría toda su vida, ojos marrones que le dota de una mirada, que vas más allá de una percepción física. La mujer sigue observando, no solo al gentío que pasa, no solo la alegría que inunda a la calle, no solo a los grupos de niños que ya corren a buscar a los primeros nazarenos que ya empiezan a salir de la iglesia, ni siquiera a los vecinos que intentan saludarla desde el balcón frontero donde la clase se inicia y se estrecha.

La mujer sigue observando, se muestra como melancólica, como abstraída en su propia vida, buscando en sus propias entrañas, en su propio interior la alegría que le puede deparar la vida. La mujer sigue observando, mira orgullosa como ha engalonado su balcón, no con cualquier mantón, ni con cualquier prenda, sino con ese mantón que le regaló su abuela y que quiere lucirlo no para que sea observada por los vecinos de la calle, ni para orgullo de sí misma, sino para recibir al cortejo, que pronto llegará en cualquier momento. La mujer sigue observando, mira un momento al interior, se siente orgullosa de su hogar, de su vida que ha empezado a compartir sus vivencias, con el hombre, que un día la conoció a la salida de misa, cuando iba acompañada de su madre, con el hombre que la buscaba continuamente desde aquel día, y desde aquel instante no podía vivir sin ella; desde aquel instante sabía que su vida iba a cambiar, había fijado un nuevo destino, compartir todos los días. La mujer sigue observando, quizás buscaba algunas respuestas, quizás se preguntaba cuál era la causa de que hacía unos meses habían perdido a la niña de sus ojos, con solo unos pocos días de edad. Como hubiera hoy disfrutado si esa niña hubiera estado en sus brazos, llorando, pero haciéndola, como lo hicieron a la vez sus padres, una insigne cofrade. La mujer sigue observando, incluso en ese infortunio, no ha perdido la sonrisa. Se consuela con la presencia de su marido, un hombre serio, muy alto, que ya desde entonces fuma un puro tras otro, que le da altivez y garro, muy varonil, de crianza antigua, pero de buen corazón.

La mujer siguió observando, miró al fondo, ya llegaban las primeras insignias, la cruz de guía avanzaba, ya veía los primeros tramos de esos nazarenos que emprenden su estación de penitencia. La comitiva ha envuelto la calle, se va haciendo presente entre el gentío que se abre, se colocan ya en las aceras, la emoción se incrementa; la calle que estaba vacía, se va llenando su espacio, se siente los pálpitos de las gentes, se asoman a los balcones, todas las miradas están presentes, está llegando el primer paso. La mujer sonríe a su marido, no cabe duda están viviendo ese instante que los cofrades no sabemos descubrir, solo admirar, sentir. Y es que ese momento en que el reloj se nos ha parado, se nos ha quedado inerte, sin nada que nos perturbe. Se vuelven a mirar, no son hermanos de la Cofradía, pero la sienten como si lo fueran, al fin y al cabo, se ha convertido en el barrio donde han abierto la mirada de los próximos años.

El primer paso ha llegado, es uno de los misterios excepcionales que Castillo Lastrucci realizó a finales de los años cincuenta. Es la primera que pudieron verlo desde un balcón, un excepcional conjunto escultórico que no habían pasado veinte años de su configuración. La mujer sigue observando, se maravilla de la efigie del Cristo, dotado de una gran personalidad, de esa modernidad estilística que le había dotado su autor; se maravilla del apostolado que acompaña al Cristo; se maravilla de la palmera, que encumbre la escena. No ha superado todavía la emoción, cuando llega los ciriales del paso de la Virgen, y entre la presidencia Don Eugenio Hernando Bastos, el verdadero impulsor de la Corporación. Y entre los varales, cuando el paso ha quedado a la altura del balcón, se agacha y descubre una bella imagen de una Dolorosa, la que desde ese momento se metió en su vida, como una vecina cercana, en la que todos los días podría confiar. Aquella preciosa imagen que tallara Castillo Lastrucci le acaba de conquistar, y lo que no sabe es que año en el mismo día se verán y se podrán contar lo que les han ocurrido a lo largo del año. Los años pasaran, ya no será esa mujer joven que la vio por primera vez, ya no estará su marido, murió hace mucho tiempo, ya no estarán muchos de esos vecinos, ni siquiera D. Eugenio Hernández Bastos. Han sido sustituido por sus hijos, ha encontrado la respuesta de cuál fue la causa de que se fuera su hija al nacer. Quizás es que ya no está en ese balcón, el de la calle Santiago, también ella se fue y observa desde el cielo cada Lunes Santo el paso de la Hermandad de la Redención, contemplando a sus hijos.

 A mis padres, Julia y Joaquín que nos regalaron el balcón de la calle Santiago. 

José Fernando Gabardon de la Banda. Profesor de la Fundación CEU San Pablo Andalucía. Doctor en Historia del Arte. 

Fotos: Roman Calvo Jambrina










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