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Crucé aquella calle y me encontré con Pilatos


José Fernando Gabardón de la Banda. Crucé la calle tantas veces que podría memorizarla en mi cabeza. Crucé la calle tantas veces que incluso cuando estaba lejos de Sevilla siempre la añoraba. Crucé la calle tantas veces que a veces ni notaba que lo había hecho, no delimitaba el tiempo, ni una eternidad ni un instante. Crucé la calle tantas veces, cuando ya, adolescente, me dejaban mis padres ir a comer con mi abuela, que vivía dos calles más allá, la casa de mi abuela Rosa. Crucé las calles tantas veces, que me acuerdo que en los primeros días en que ya sin acompañarme, regresaba a mi casa natal, me entraban temblores en las piernas, porque creía que me seguía alguien, y eran mis propias sombras. Crucé la calle tantas veces, que era el verdadero espacio de libertad, me dejaban ir solo, sin ser acompañado, aunque siempre, tenía la sensación de ser observado. Crucé las calles tantas veces ensimismados en mis propios pensamientos, en mis propias preocupaciones, en esos problemas que transcurren en la adolescencia, la sobremesa de la vida. Crucé las calles tantas veces y siempre buscaba con la mirada aquella niña que descubrí que vivía cerca de mi casa, la que en aquella etapa la buscaba sin esperanza, y pasado ya los años solo queda en la memoria. Crucé la calle tantas veces para buscar a mis amigos, los que nunca se olvidan, los que viven con nosotros el aprendizaje de la vida. Crucé la calle tantas veces, que todavía recuerdo algunos de esos vecinos que conocí cuando niño, desde un marqués a un platero, desde un médico a un escultor, o los vecinos de aquel corral, aquellos que quedaron en la nostalgia de mis sueños. Crucé las calles tantas veces que desde niño tenía presente aquella veleta con Santiago a caballo, sobre aquel moro, que recordaba aquellas historias de capa y espada de mis tebeos infantiles. Crucé la calle tantas veces que siempre me acordaré de aquellas dos manos de las puertas del palacio, que cuando niño la miraba con miedo, hasta que un día mi padre me hizo tocarlas, y desde entonces descubrí que se podía solventar el temor. Crucé la calle tantas veces que creí que no pasaba el tiempo, y un día descubrí que ya no era un niño, me había hecho un hombre, ya nadie me impedía recorrerla, sin limitación, pero entonces me di cuenta que estaba solo, sin protección. Crucé la calle tantas veces y vi pasar mi vida, ya no estaba ni mi abuela, a la que iba a buscarla al otro lado del trayecto, ni mis padres. Crucé la calle y leí la propia historia de mi vida.

Y en este momento, aunque la vida haya cambiado, hay un momento al año, en que la calle sigue siendo la misma, es eterna. Sigo cruzando la calle, las que en época romana aparecía a extramuros y se fue configurando como vía ya con los almohades, para convertirse en una de las vías primordiales en la época cristiana. Sigo cruzando la calle, y sigo viendo el gentío, la gente esperando con emoción y gozo como cuando yo era un niño. Sigo cruzando la calle, sigo viendo familias que se unen aquel día, en las puertas de un antiguo corral, de entonces de vecinos, descendientes de aquellos que sirvieron al marqués. Sigo cruzando la calle, y me encuentro en esa plaza, como parada en el tiempo, rodeado de palacios y un magnífico templo, de origen medieval, que un noble, López Pintado, la engrandeció. Sigo cruzando la calle, sigo viendo aquel palacio, hoy convertido en hotel, aunque sin marqueses, sin mi amigo Pepe Villapanés, aunque permanecen sus balcones, las ventanas con rejas, y su famoso mirador. Sigo cruzando la calle, y sigo admirando aquella antigua iglesia de Diego Antonia Díaz, que levantaran las monjas agustinas en el siglo XVIII. Sigo cruzando la calle, y sigue estando allí la espadaña que da identidad a la calle, de estructura de dos cuerpos, siguiendo los típicos planteamientos barrocos.

Sigo cruzando la calle, y veo a un pueblo reunido, un pueblo que no ha perdido su identidad, que sigue conservando su viveza, su manera de entender la vida. Sigo cruzando la calle, y me he encontrado un muro imaginario, aquel que surcaba la ciudad, que se cubrió de almacenes y talleres con su derribo. Sigo cruzando la calle, y sigue estando allí la desviación de aquel muro, que como una rampa cae en la encrucijada de caminos, donde se distribuyen caminos y vías distintos, quizás es la historia de nuestra propia vida. Sigo cruzando la calle, siguen estando el gentío esperando la llegada del cortejo, ya se escucha la banda, la expectación es ya máxima, las emociones no se contienen, un rayo de Sol surca en este momento resbalando sobre el muro imaginario, ya está aquí como todos los años. Sigo cruzando la calle, y como todos los años, me reencuentro con aquella figura que despreciamos en el Evangelio, pero en Sevilla tanto queremos, Poncio Pilatos. Sigo cruzando la calle, y vuelvo a descubrirlo, y vuelve a ocurrir como siempre, aunque en este instante sea la primera vez, su aparición en público quedándose solo, aislado, dibujando un fragmento de emociones, Pilato y yo frente a frente, dos momentos de mi vida, mi infancia y mi madurez, se sintetiza en este momento, no me preguntes cual es la causa, no busques racionalidad, solo son sentimientos. Sigo cruzando la calle, ya emerge la escena del misterio completo, realizado por Castillo Lastrucci, uno de los más equilibrados de la historia sevillana, estrenado en 1928, un año antes que el que realizara para la Macarena. Sigo cruzando la calle, acompaño al Pilatos, cruzo la calle entre la bulla y los ciriales, le acompañó hasta mi casa, y unos minutos antes, llegó a mi balcón, entre mis amigos y mi familia. Y es que, como todos los años, Pilatos llega a mi casa, y aunque la vida sigue su curso, la calle sigue siendo la misma, es eterna, no hay espacio, y mi vida en ese instante se paró de su destino.

Dedicado a mi amigo Paco Correal, que cruzo la calle conmigo hace unos meses.

José Fernando Gabardon de la Banda. Profesor de la Fundación CEU San Pablo Andalucía. Doctor en Historia del Arte. 

Fotos: Román Calvo desde mi balcón de la calle Santiago.










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