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La Catedral de Sevilla acogió la Misa funeral por los fallecidos por el Coronavirus


Arte Sacro. La Archidiócesis de Sevilla celebró ayer jueves, 4 de junio, la misa funeral por los fallecidos a causa del Covid-19 con una eucaristía presidida por el arzobispo de Sevilla, Monseñor Juan José Asenjo Pelegrina, y concelebrada por el obispo auxiliar Santiago Gómez Sierra y el deán de la Catedral y vicario general, Teodoro León Muñoz. Como maestro de ceremonias ejerció el canónigo Luis Rueda, estando también el diacono diocesano Félix Quijada.

Igualmente, en todas las parroquias de la Archidiócesis se realizaron funerales por el mismo motivo, invitando el arzobispo a que todas tuvieran lugar, dentro de sus posibilidades, a la misma hora de comienzo que la de la Catedral, a las 20 horas.

El aforo de personas para la eucaristía se vio afectado por las restricciones sanitarias y de distanciamiento social, reuniendo un máximo de 600 personas.

El acompañamiento musical estuvo a cargo de la orquesta y coro de la Universidad de Sevilla que interpretó la misa de Réquiem de Mozart.

Asistieron autoridades municipales y autonómicas, con el alcalde Juan Espadas y el presidente de la Junta de la Andalucía, Juan Manuel Moreno a la cabeza, así como los familiares de las víctimas.

Se leyeron, como primera lectura la del libro de los Romanos, 8, 31b-35, 37-39, el Salmo responsorial 22, 1-6 y el Evangelio de San Lucas 23,44-49;24,1.

Les reproducimos la homilía escrita por el arzobispo de Sevilla Juan José Asenjo Pelegrina y leída por el obispo auxiliar, Santiago Gómez Sierra, por problemas en la vista del titular de la archidiócesis. 

"Acabamos de escuchar el relato de la muerte de Jesús. El evangelista san Lucas nos ha dicho que instantes antes de morir, el Señor prorrumpe en un tremendo grito de dolor: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", para añadir poco después en un gesto de filial aceptación de su sacrificio redentor: "A tus manos Señor encomiendo mi espíritu". "Y dicho esto -añade san Lucas- expiró". Inmediatamente el sol se oscureció, las tinieblas cubrieron la tierra y el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Es ésta una descripción bastante aproximada de nuestros sentimientos en estas semanas a medida que íbamos conociendo la agonía y la soledad de millares de hermanos nuestros que morían sin el consuelo y la cercanía de sus familiares.

Es seguro que muchos de nosotros, aturdidos por la magnitud de la tragedia, hemos llorado por los muertos, solidarios con sus familias, llenos de temor por los enfermos, rezando por el personal sanitario, con medios escasos y mucha generosidad, como otros servidores públicos, militares y civiles. También para nosotros el velo de la esperanza se rompió de arriba abajo y es muy posible que en estos tres meses muchos de nosotros, como Jesús, hayamos levantado los ojos al cielo para preguntar al Señor "Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?, para añadir enseguida en forma de oración confiada: A tus manos Señor encomendamos las almas de tantas víctimas inocentes. Por todos ellos y por nuestros ancianos, que tanto han trabajado por una España mejor y a los que tanto debemos, hemos levantado los brazos al cielo, pidiendo que cese tanto sufrimiento.

Queridos familiares, esposos, esposas, hijos, padres y hermanos de todos los sevillanos fallecidos en nuestra Archidiócesis a causa de la epidemia y que hoy lloráis su muerte: os manifiesto la condolencia más sincera de la Iglesia en Sevilla, de sus obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Contad con nuestra solidaridad, la comunión con vuestro dolor y, sobre todo, con nuestra oración ferviente que mitigue vuestro sufrimiento y alcance del Señor para vuestros seres queridos la paz y el descanso eterno. Contad también con la solidaridad y la plegaria de todas las comunidades parroquiales de nuestra Archidiócesis, que a esta hora están celebrando la Eucaristía en su sufragio.

La Palabra de Dios, que acabamos de proclamar ilumina con un torrente de luz la Eucaristía que estamos celebrando. Si la muerte es siempre dolorosa y provoca en nosotros innumerables interrogantes como máximo enigma que es de la vida humana (G&S, 18), es mucho más dolorosa la muerte inesperada de miles de personas a causa de una epidemia. La Palabra de Dios que alimenta la fe, responde a nuestros enigmas y conforta nuestros corazones. Como nos ha dicho san Pablo en la primera lectura, nada ni nadie puede apartarnos del amor de Dios: ni la aflicción, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada o la muerte... "En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado", por aquel que ha compartido con nosotros la condición humana, por aquel que siendo inocente bebió el cáliz de la muerte más ignominiosa y violenta y experimentó el dolor inaudito de la muerte de cruz.

Su Misterio Pascual es el camino de nuestra liberación, y su resurrección, de la que nos han dado testimonio los dos ángeles que se aparecen a las mujeres a la puerta del sepulcro, es la fuente, el manantial, la razón y la certeza de nuestra futura resurrección. Por ello, queridos hermanos y hermanas, esposas, hijos, padres, hermanos, familiares y amigos de nuestros hermanos difuntos, permitidme en nombre de la Iglesia una palabra de esperanza. En el sermón del Monte nos dice el Señor: "Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados". Nos consuela en esta tarde la seguridad que nos da nuestra fe: ellos no sólo perviven en nuestro recuerdo y en nuestro afecto. Siguen viviendo en sus almas inmortales, que al final de los tiempos se unirán a sus cuerpos resucitados.

Esta es una de las verdades fundamentales de nuestra fe, el pilar de nuestra esperanza, el contrapunto de tantas corrientes culturales cerradas a la transcendencia para las que el hombre es un ser para la muerte, que es el final absoluto, una puerta que se abre sobre el vacío, ante la que no cabe otra actitud más honesta que la protesta, la rebeldía o, en el mejor de los casos, una infinita resignación ante lo irremediable. Al renovar en esta tarde sobre el altar el Misterio Pascual de Cristo muerto y resucitado, renovamos también con el Credo Apostólico nuestra fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

Ello nos permite encomendar a nuestros hermanos a la piedad infinita de Dios nuestro Padre. Así lo hacemos seguros de que nuestra plegaria por ellos es el mejor homenaje a su memoria. Con el salmo 22 que acabamos de recitar, pedimos a Jesucristo, Buen Pastor, que los acompañe en su tránsito por las oscuras cañadas de la muerte, que su vara y su cayado les conduzcan a las verdes praderas de su reino, hacia fuentes tranquilas, en las que repare sus fuerzas quebrantadas. Pedimos a Jesucristo, Señor del tiempo y de la historia, que siente a nuestros hermanos en el banquete de su reino y que gocen por años sin término de la alegría de su casa, en la que ya no habrá dolor, ni llanto, ni luto, sino solamente una gran luz.

Al mismo tiempo que encomendamos a la poderosa intercesión de la Santísima Virgen de los Reyes a los enfermos todavía hospitalizados, le encomendamos también el consuelo, la paz y la fortaleza para vosotros sus familiares, esposas, hijos, padres y hermanos, golpeados todos por su final inesperado. Pedimos también a la Virgen que premie el esfuerzo de tantos héroes anónimos, civiles y militares, que han expuesto sus vidas al servicio de los enfermos, que premie también la dedicación de las autoridades y dé éxito a los investigadores que preparan fármacos eficaces. Le pedimos, por fin, que lleve de la mano a los fallecidos ante el trono de Dios para que puedan gozar de la compañía de los santos y contemplar por toda la eternidad la infinita hermosura del rostro de Cristo resucitado. Dales Señor el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. Amén.

Fotos: Miguel Ángel Osuna.










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