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«Esta Cuaresma de la melancolía». Mariano López Montes


Era una tarde fría y gris de estas que tanto se han repetido este año, que nos ha tocado vivir, caminaba en solitario por la calle, que los antiguos llamaban de “Las Sierpes”, cruzándome en mi camino con otros ciudadanos que como “almas en pena”. Nos desplazábamos de arriba abajo con el paso monótono de la melancolía. A lo lejos, como a mitad de la calle, se oían las notas finas y lastimeras del violín que, magistralmente y en un ambiente de pesado silencio y soledad, eran sacadas del viejo instrumento por un anónimo Wladyslaw Spilman, que vendía en plena calle su arte por unas pocas monedas, las notas tristes de Chopin en su "Nocturno en do sostenido menor", que todos o algunos reconocimos por la banda sonora de la película "El Pianista" de Román Polanski, y el ambiente, tan diferente al de otros años, nos transportaba a una Sevilla Varsoviana a la que no estábamos habituados. La belleza que siempre tuvo, tiene y tendrá había escogido el tinte pardo, lento y piano de una melancolía a la sevillana manera.

El tiempo pasaba lento y pausado como si en aquel momento La Melancolía se hubiera adueñado de nuestra propia vivencia y forma de sentir y vivir estos cuarenta días previos, que inexorablemente nos conducirán a ese sentimiento que cada año tenemos la suerte de vivir, porque es un sentimiento de vida y no de muerte en una nueva y a la vez esperada Semana Santa.

Según la psicopatología, la melancolía es un estado anímico permanente, vago y sosegado en el que predomina la tristeza, el desinterés y la desilusión por lo habitual, para los griegos tenía su origen y significaba “la bilis negra” y otros la identifican con ese término tan ambiguo que denominan "cuando duele el alma”, otras veces se nos nota en nuestra propia cara o expresión, que muchos definen como “La melancolía de la mirada”.

Esa mirada triste, mezcla de decepción y apatía se ha instalado ya desde hace dos años dentro de nuestros corazones, sabiendo que algo tan nuestro que aprendimos a amar desde pequeño sigue estando ahí como siempre, pero que este año y por segunda vez tampoco lo vamos a vivir. Sentimiento de apatía, mezcla de negación, frustración y muerte frente a ese regalo de la vida que la Primavera nos regala cada año.

Esta nuestra ciudad se ha contagiado, como parte de nosotros mismos, de esa tristeza y apatía que reina en cada uno de nosotros.

La belleza de sus monumentos sigue ahí intacta, pero la calle ha perdido parte de esa ilusión que se acercaba más y más cuando desgranábamos ese calendario de solo cuarenta hojas, la cercanía se ha vuelto distancia en la que esperanzadamente pensamos en un año mejor, que nos permita volver a esa ilusión, mezcla de alegría y sentimiento que supone para cada uno de nosotros volver a vivir plenamente nuestra Semana Santa como siempre la hemos vivido.

Siempre he pensado que cada ciudad tiene su alma propia, que es parte de su vida y que es una mezcla entre su monumentalidad y la idiosincrasia de sus propios habitantes o ciudadanos, sobre todo si comparten un mismo sentimiento arraigado en su cultura y fortalecido por la tradición.

Esta Sevilla de días atrás me recuerda mucho a Varsovia donde la belleza de la ciudad sigue ahí, pero se percibe una niebla gris que cambia la alegría y vitalidad que siempre hemos tenido, por una atmosfera de tristeza con ciertas dosis de desilusión y pesadumbre en el ambiente, muy afín a lo que la psicopatología reconoce como estado de melancolía.

Este Sprint final acelerado e ilusionante que nos conduce a los días santos de la muerte de Cristo que siempre vivimos como una exaltación y explosión gozosa de la propia vida, se ha contagiado un año más de esa monotonía monocorde que flota desde hace dos años en el ambiente.

El Giradillo, abanderado y símbolo de los vientos de esta Sevilla de siempre, parece haberse quedado parado ante los fuertes vientos que impulsan la ilusión, al igual que aquel otro símbolo de la ciudad polaca conocida como "La Sirenita del Vístula" que hace siglos dejó de navegar por las aguas del Mar Báltico para remontar el rio y quedarse varada eternamente en la plaza del Mercado de la ciudad Varsoviana.

Esta pandemia ha transformado a nuestra ciudad en otra que no reconocemos y que pudiera parecerse a cualquiera de la Europa del Este. Esta soledad y esta frustración por no vivir un año más lo nuestro, ha convertido nuestras calles en un inmenso gueto sin Esperanza, como aquel triste y cruel asentamiento judío de la Varsovia ocupada y maltratada por el nazismo. Incluso la meteorología parece haberse aliado con la situación que estamos viviendo con esas noches frías que hemos estado viviendo.

En esta Cuaresma nos falta sobre todo la ilusión, la alegría, la esperanza y esa forma tan importante de vivir y sentir del cofrade que no necesito explicar.

Esa improvisación que tanto nos gusta se ha transformado en orden, control y planificación. Esto ocurre porque desgraciadamente el final de la película ya lo conocemos, no es un drama, pero tampoco es una comedia de las que tanto nos gustan. Este año tampoco vamos a sentir una parte importante de nosotros mismos, que es la vivencia de ser lo que más nos gusta y que se encuentra solo y exclusivamente en nuestra Semana Santa, y como no en cada una de las actividades que hacemos y hacen las Cofradías durante estas fechas como preparación de lo que va a venir.

Los costaleros no tocarán el palo que tanto les gusta, los músicos no volverán a sacar esas notas mágicas que están adormecidas en sus instrumentos, las papeletas de sitio no se repartirán este año con la ilusión de poder vernos un año más, los Vía Crucis y los traslados se han quedado relegados para casa. Hasta los niños han perdido un año más la ilusión infantil hecha de tradición y sentimiento de probarse el primer capirote y la primera túnica de nazareno. Una Semana Santa más y una menos como siempre han dicho los más viejos, sabiendo que desde hace dos años las circunstancias nos han robado parte de lo nuestro.

 

Texto y Fotos: Mariano López Montes 










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