Arte Sacro
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“Y entre alfiler y alfiler, allí estaba Ella, con su rostro de eterna belleza…”. María del Amor Rasero Zárraga


 La miré, y se paró el reloj de mi vida. No sé en qué instante las manecillas dejaron de girar, solo sé que todo se volvió frío, salvo mi corazón. El calor en mi pecho era lo único que me mantenía con vida, si no hubiera sido así, habría pensando que estaba en el mismo cielo.

Hasta el momento en el que, ante Ella, quité el primer alfiler de su manto, no fui consciente realmente de lo que estaba viviendo. Los sentidos, disparados, latían al unísono dentro de mí, desbordándose con cada caricia, con cada mirada, con cada movimiento a su alrededor. Estaba allí, no era un sueño, estaba en su altar ayudando a despojarla de sus enseres más preciados.

Su manto, tan suave y delicado, ese que siempre soñé rozar aunque fuera con la yema de los dedos, estaba entre mis brazos. Esa bendita tela bajo el que oran sus hijos, donde reposan las almas de los que por desgracia ya no están…ese que, sutilmente, acaricia cada día con ternura San Juan. Su corona, representando el peso de su grandeza, de su divinidad, con sus cristales de diversos colores brillando ante mis ojos. Cuánta responsabilidad en mis manos; mientras tanto, Ella bajaba para estar entre nosotros.

“Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…”

Bendita tú eres, Dulce Nombre de la belleza, entre todas las mujeres. Y bendito es el fruto de tu vientre, ese que, cada Martes Santo, es abofeteado ante Sevilla. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros tus hijos, y líbranos del mal, por lo siglos de los siglos.

Amén, Madre. Amén, Señor. Amén, papá, porque bajaste con Ella.

Y se hizo el silencio, y brotó la emoción. Una mujer de piel morena, hermosa como ninguna, con el cabello oscuro y suave estaba ante mí. Sus lágrimas, recorrían su rostro con dulzura, cayendo por sus mejillas delicadamente. Ahora sí tenía a la Madre de Dios frente a mí, o al menos, eso pensé. No necesitaba nada más, así era incluso más bella…

“Así quiero que me espere en cielo el día que se lleve mi vida”- me dije nada más verla a escasos centímetros de mí-, con sus manos a la altura de mis labios. Mientras más la miraba, más quería, no podía parar. Sus ojos, entre finas y largas pestañas de sevillana mujer, cautivaron los míos, dejándome entender cosas que sólo yo podía ver.

Lo que se ve, y lo que no se ve. Lo que sentí y lo que nunca olvidaré. María bajó ante mí, para vestirse como una rosa roja de terciopelo, entre alfiler y alfiler, por las benditas manos de sus camareras y un “grande” con arte innato. Orgullosa de estar con mis hermanos, orgullosa de sentir a mi padre en su mirada, orgullosa de ser “Bofetera”…orgullosa, de que el último alfiler, quedara clavado en mi pecho.

“Y allí, entre alfileres y encajes, el amor del Dulce Nombre de María se grabó para siempre en mi corazón…”

A la Virgen del Dulce Nombre.

A mis hermanos.

A mi padre.

Foto: Juan Alberto García Acevedo.










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