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Salutación a Nuestra Señora del Carmen de Calatrava. Antonio Muñoz Maestre


Desde la voz de la historia que nos llama a sones de avemarías escondidas en el eco del ayer; con la incertidumbre esperanzada de un mañana que siembra la inquietud con cada salida del sol; en un presente que va robando segundos a nuestras vidas; en cada punto de la línea de nuestras particulares historias, ante ti llegamos, Señora, cuando la ciudad empieza a arder bajo la lumbre de sol que adormece nuestro verano. 

Tu nombre nos lleva hasta las promesas de Dios a su pueblo, Antigua Alianza con el hombre en la que entre líneas ya los tiempos profetizaban tu Figura y tu Persona. Nos recuerda el  Gran Poder del Padre manifestado para desterrar falsos usos de su Nombre en la cumbre de un monte que besa una nube blanca mientras contempla el mar desde las alturas. Y tú, oculta por la sombra de los patriarcas, escrita entre líneas en las palabras de los profetas, ibas narrando punto por punto, el mensaje de auxilio y protección que bordó la esencia de la maternidad en el pequeño tejido del escapulario. 

Desde el principio de los tiempos, la voz alzada del hombre a su Dios mezcló la paternidad con el temor, la protección con el castigo. Pero en el fondo del corazón, desde que aquel primer hombre tuvo conciencia de su humanidad, dormía un anhelo de cercanía, de abrazo que sosiega los temores, de un beso en la frente cuando la noche robaba la luz de un Padre que vivía prendido en el sol. A ese primer hombre, además de la carne de su carne que apareció al segundo amanecer, le hacía falta una madre.

De aquel primer ayer hasta el presente que se nos va escapando, has permanecido a nuestro lado. Hemos buscado tu mano cuando nuestros candiles han visto extinguirse la llama vacilante y nos hemos sentido agobiados por las lagunas de oscuridad que festonean nuestras vidas.

Pero una vez que a tu lado hemos logrado una seguridad perecedera, nos toca mirar a nuestro alrededor. Porque la felicidad del hombre es imposible si no conseguimos compartir el gozo. Y esa Alegría de tenerte cerca, de sentir el amor de Dios en nuestros senderos, abre mil brazos a los puntos cardinales para encontrar frente por frente, la sonrisa de un hermano. Hermanos que lo son porque Cristo nos lo mandó y por que Tú eres la madre de ellos y de nosotros. Y tu auxilio, tus manos, tu mirada y tu sonrisa nos recuerdan que no hay nadie sobre la tierra al que podamos llamar de otra forma que hermano.

Estamos hundidos por el peso de un mundo que vive para la guerra, empeñado en dividirse y en no recordar nunca la otra mejilla, el “setenta veces siete” ni el recuerdo del buen samaritano, y se esfuerza en empuñar la espada, el fusil y hasta el misil, desoyendo la insistente llamada de aquel que desde el punto de partida de tu vientre, anunció, repitió y enmarcó el mensaje del amor universal. 

El prójimo, el hermano, el amigo, andan perdidos en el mar de la lejanía helada entre las orillas del odio y la indiferencia. Es en ese océano de tormenta permanente donde nos ha tocado vivir. En él, más que nunca, necesitamos un punto de luz para no zozobrar en nuestra débil barquilla. Y como en los primeros días del ser humano, vamos a mirar al cielo en medio de la necesidad, en la seguridad de que tu rostro, el faro que extiende la maternidad en todas direcciones, va a llamar con voz suave hacia la orilla a nuestras existencias perdidas.

Tu Nombre nos fue llegando desde un pasado indeterminable. Tu camino de salvación y protección se trasmitía desde el pequeño tejido del escapulario apenas el corazón sentía su cálida presencia sobre el pecho. Ciudad a ciudad, tu Nombre iba ganando espacio en el amplio reino de las devociones. Hasta que un día, tras una infinidad de espera sin conocerte, llegaste por fin a nuestro lado.

Ahora, que tu cielo se ha convertido en capilla de piedra y sol entre la Historia y el Río;  cuando el verano hace desierto el escenario de nuestras vidas; después de seculares llamadas de la voz del pueblo, vuelves nuevamente junto a nosotros en la plenitud de tu majestad.

Nos dijeron siempre que a la eternidad se entra por la puerta estrecha. Lo que no sabíamos es que la Gloria podía haber sido construida a la misma escala de la puerta. Tu Hijo siempre amó mas a los más pequeños, a los de la última fila del templo, al pecador que no se atreve a mirarlo frente a frente. Y alguien, en un determinado momento, sintió la luz del Espíritu abriendo las puertas de tu casa. Tu casa que era igual que aquella terrenal de Nazaret. Si tu vida estuvo dedicada al silencio y a la meditación, tuvo que tener un escenario como tu hogar humilde y recogido. 

Hoy, en este trasunto de aquel recinto nazareno, escuchamos aún el eco del primer avemaría que depositó en tu vientre la inabarcable semilla de Dios. Con ecos que comenzaron en la Antigua Alianza , donde el Monte Carmelo sintió la realidad de la Providencia en forma de nube blanca, tu abrazo se traslada de la cumbre a nuestro suelo.

Tu santo pueblo se ha vestido de verano, y aguarda con impaciencia el desbordamiento de tu gloria. La capilla se vuelve oasis donde la sombra ofrece el frescor de su marco para las últimas salves de las tardes. Todo parece normal y cotidiano y sin embargo, flotan en el aire premoniciones de días grandes.  La Alameda hace de gran estuario donde los arroyos de la fe se reúnen  junto a ti, para desembocar unidos y abrazados a la inmensidad del próximo mar del Guadalquivir.

Sentimos ya el cercano presentimiento del desbordamiento de tu  torrente de fe y entrega. Porque siempre diste todo por tus hijos, y cada año llega un momento en que sientes que te necesitan más que nunca, que hay balcones que hace mucho tiempo que no te ven y quieren pintar en la trasparencia de los cristales tu rostro siempre juvenil.  El crisol de las oraciones, de las miradas de despedida con cada crepúsculo ante ti, de diálogos mudos de súplica y agradecimiento, se ha ido llenando gota a gota.  Pronto por sus bordes se comenzará a derramar el bagaje que toda madre atesora en su mente  y en su corazón. De tu alma eterna en la humildad, la fe, la esperanza y el amor empiezan a evaporarse, y se mezcla con el aire de la Alameda.  

De San Lorenzo a San Gil, de Omnium Sanctorum al Río, se dibujan mil caminos iluminados.  La memoria regresa y nos devuelve la presencia de todos aquellos que derramaron la fuerza de tu devoción por donde quiera que pasaban. Y ésta, tu pequeña capilla que aguantó tormentas y vendavales, que resistió a los embates de los más diversos elementos, permanece ahora a la vez humilde y orgullosa como muestra de la fuerza del hombre cuando se entrega al amor de Dios y al tuyo.

Vas a salir de nuevo a nuestro encuentro. Como acudiste junto a Isabel para que la pronta realidad del precursor sintiera la cercanía del Dios que llevaba su sangre; como caminaste al templo de Jerusalén haciendo de tu amor al Padre símbolo de obediencia; como dirigiste tus pasos con el alma en vilo hacia la cumbre del Calvario cuando la vida te puso la más dura de las pruebas; igualmente vas a coronar tu misión maternal en la ya presentida cercanía de tu momento.

Serán instantes junto a Ti que nos llevarán flotando sobre el caudal derramado del frasco de la fe. No sentiremos nuestros pasos, ni los tuyos. Estaremos todos unidos, como a tu Hijo le gusta, abriendo camino a tu nave de gloria, y pidiendo a Dios que esos momentos no se acaben nunca. Y nos dejarás a tu recogida, con el sabor en los labios de que hasta la eternidad tiene un final.

Mientras tanto, y hasta que Dios quiera, nuestra barca sigue bogando en el purgatorio de la existencia. Vamos todos juntos, como Él nos mandó. Es de noche y solo nos guía una luz breve pero inamovible que se hace fuerte en el horizonte. Sabemos que tú estas allí, junto a Él, y que tardaremos en llegar lo que su Palabra haya determinado desde el principio de los tiempos. Sabemos que en el final, cuando una costa dibuje la meta de nuestro viaje, habrá una montaña alta que nos saludará cuando las últimas olas acerquen la barca hasta la orilla. Y allí, en lo alto de la cumbre, veremos la misma capilla en la que nos saludaste cada tarde con una bendición, con la seguridad de que al entrar por la pequeña puerta, tu estarás presente, prendida en la eternidad de piedra celestial, nos miraras a cada uno al fondo de los ojos del alma, y nos harás sitio en los bancos de tu gloria, para que ya todo sea presencia perenne de Dios, y Salve vespertina en tu presencia.

Porque cruzaremos juntos

Desde tu Alameda alta

El Guadalquivir eterno

De nuestro hogar, a tu casa.

Desplegaremos las velas

Sin mirar a nuestra espalda,

No sea que los recuerdos

Hagan con sal nuestra estatua.

 

No será una despedida,

Será tan solo una marcha

Desde tu Nombre, a tu rostro,

De tu voz, a tu mirada,

Desde la paz que respiras

En tu terrenal morada

Hasta el Edén preparado

Al que cumple la Palabra.

 

Con los brazos de la fe

Empujaremos la barca

Que abrirá heridas de luces

A las arterias del agua

Para empezar un camino

que hace real la esperanza.

 

“Rema, persigue su luz”

escucharemos al alba

Que se alzará a nuestra vista

Al levantar la mirada,

Y nos llamará con voces

El  blanco amor de tu aura.

 

Echaremos mano al pecho.

Alli, de sedas trenzadas

Con oraciones, suspiros,

Flores, promesas y gracias,

Estará tu escapulario,

Que sellará nuestras almas

Con la señal carmelita

Que fue bálsamo en las llagas.

 

Apenas ya la otra orilla

Ensanche tu voz cercana

Sentiremos como vibra

La fiel cadena del ancla

Que pondrá el punto y final

Muy cerca ya de tu casa.

 

Allí sobre el monte alto,

la nubecilla de plata

Contemplará el mar eterno

Y dibujará en las aguas

La sombra ya familiar

De aquella capilla blanca

Que es el reflejo celeste

de piedra, cal, y plegarias.

 

El tiempo habrá terminado,

Te veremos cara a cara

Mostrando el rostro de Dios,

Meditando sus palabras,

Siendo silencio,  promesa

Oración, vida entregada,

Belleza, flor, sacrificio,

Y dulce voz que nos llama.

 

Junto a ti descansaremos

Recostados a tus plantas

Y acaso allí nuestros sueños

Lleven al cielo en volandas

Un recuerdo de Alameda,

Un Guadalquivir de plata,

Susurros de San Lorenzo,

Alientos de Feria ancha,

Un para siempre prendido

En una flor perfumada,

Y una pequeña capilla

Que fue el cielo en nuestra casa.

 

Que así sea.

Sevilla, 15 de julio de 2.005

Fotos: Alejandro Parente.










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