Desde Cádiz. El Naufrago. Manuel Bernal Andamoyo.

No. No es que se me haya ido la cabeza en este último artículo de la temporada y me haya dado por escribir sobre uno de esos esperpénticos programas televisivos que ocupan tantas horas de programación. Ese tema me trae sin cuidado. Cuando titulo estas 24 líneas de esta forma, quiero referirme a la sensación que a veces te da la vida de tener que estar constantemente nadando. Como si tu existencia fuera un incesante torrente, que no te permitiera descansar y que te obliga a bracear constantemente, luchar contra la corriente que te empuja mar adentro. Por eso. Porque la vida es una auténtica singladura, que inicias desde que sueltas amarras del puerto seguro del hogar paterno, muchos nos sentimos marineros temerosos de naufragar, ante la Virgen del Carmen. A veces te faltan las fuerzas, necesitas alargar el brazo y descansar un instante, agarrarte a un salvavidas y entonces, cuando más lo necesitas, siempre aparece Ella. No hace falta tener la piel apergaminada por el salitre, ni tocarte necesariamente un lepanto, para tener en la Estrella de los Mares, una referencia. Basta con ser de Cádiz, mirar a tu alrededor, doblar una esquina y encontrar un apego que te une a Ella inexorablemente.

Por eso, se ansía con tanto ahínco el día en que sea trasladada, en una arriada de devociones hasta la catedral y el ribete espumoso de una ola de clamores pose sobre sus sienes, la corona que durante generaciones se ha soñado en Cádiz para Ella.

Por eso, porque la vida es un puro vendaval, un constante mar de fondo, un temporal de viento y agua salada y necesitas de un asidero donde poder reposar para seguir adelante, miramos con tanta infinita gratitud a la Reina del Carmelo. Devoción, inculcada cada noche, con  las más ingenuas oraciones infantiles por nuestras madres: “Cuatro angelitos guarda mi cama. Dos en los pies, dos en la cabecera. La Virgen del Carmen es mi compañera”.