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II. Recuerdos. Pregón de San Gonzalo. Juan Manuel Labrador


 El tiempo volvía por el túnel de la rutina a su acontecer diario de horas lentas y parsimoniosas, las nubes recortaban la incidencia y la intensidad de la luz solar sobre nuestros cuerpos, e incluso descargaban alguna lluvia insospechada, el frío se estaba convirtiendo, otro año más, en amo y señor de las calles de nuestra ciudad, y ésta, siempre gozosa, esperaba con desasosiego la llegada de dos días muy marianos: el 8 de diciembre, onomástica de la Inmaculada Concepción de María, y el 18 del mismo mes, festividad de la Expectación del Parto de Nuestra Señora, o dicho de una forma más cariñosa y popular, el día de la Esperanza. 

Era por aquellas últimas tardes amarilleadas de la tercera estación del año cuando la juventud de nuestra corporación le concedía a este hermano que os habla la inmensa dicha de poder llegar hasta el corazón de los hermanos de San Gonzalo a través de la palabra, así pues, antes de continuar nuestro camino por la senda de la emoción trianera, ha de hacerse un alto en el camino para mostrar su congratulación, en primer lugar, al Grupo Joven, que señaló a este servidor para exaltar a nuestros titulares, agradecimiento que ha de extender a la Junta de Gobierno por ratificar la designación, así como a sus hermanos, pues a vuestro lado este humilde estudiante ha aprendido a querer con toda su alma a esta Pontificia y Real Hermandad, con todos vosotros ha profundizado en la devoción al Santísimo Sacramento; a vuestra vera ha adquirido la formación necesaria en esta Cofradía de Nazarenos para ser discípulo de Nuestro Padre Jesús en Su Soberano Poder ante Caifás, así como el pañuelo con el que Nuestra Señora de la Salud se seca sus lágrimas, imitando de San Juan Evangelista, patrón de la juventud cofrade, la fidelidad a Nuestro Señor y a Santa María. Y no puede caer en el olvido mi reconocimiento al presentador y predecesor mío en este atril, mi querido hermano Moisés Ruz, quien ha realizado una bella semblanza de mi persona, y por lo cual estaré en eterna deuda personal con él.

Mas permitidme que haya un grupo de personas al que le haga llegar mi cariño de una forma distinta, como es mi familia, por haber querido vivir siempre en la feligresía de San Gonzalo, brindándome el destino –que no es otro que Dios mismo– la oportunidad de ingresar en esta corporación. Pero entre mis familiares, he de tener un recuerdo muy especial para aquél que más me enseñó a querer a la Virgen , y hoy se halla junto a Ella, la misma que en la tierra fue su Esperanza, pero también su Salud, a la que cada Lunes Santo le ofrecía el mejor ramo de plegarias al ofrendarle las flores que le regalaba a su paso por el asilo, en nombre de todos los que residen en él. Me estoy refiriendo a mi tío-abuelo José Vázquez, quien me hizo el mejor regalo de cumpleaños de toda mi vida. Fue en la mañana del 26 de agosto de 1997, festividad de nuestra Madre según las primitivas reglas, cuando, cogido de la mano de mi tío y padrino de bautizo, entré en la pequeña capilla de la residencia, y allí estaban nuestros amantísimos titulares, debido a las obras que dieron comienzo en la parroquia.

Mi tío siempre se preocupó por mantenerme cerca de María, haciéndome ver que amando a la Virgen era como mejor podíamos amar a Cristo y a nuestros hermanos. Por todo ello, cuando en vísperas de la nochevieja de 1998 sufrió una terrible hemorragia cerebral a la edad de 86 años, la Virgen de la Salud puso sus manos sobre su alma, y le permitió habitar entre nosotros cuatro años más, de hecho, la última hermandad que mi tío vio en la calle fue ésta, San Gonzalo, y aún recuerdo como, emocionado, me rogó, postrado en su silla de ruedas, aquel Lunes Santo de 1999, que me quitase mi medalla de hermano –esta misma que pende ahora de mi cuello– y se la impusiera, porque me dijo que la última vez que viese a nuestra Virgen de la Salud en su vida, quería hacerlo con la medalla sobre su pecho aunque no fuese hermano de nómina.

Regresaba el Lunes Santo,
y en la puerta del asilo
florecía humilde el llanto
de un hombre que, con sigilo,
acariciaba tu manto.

Hará pronto cuatro años
que llegó hasta tu presencia
sin penas ni desengaños,
renaciendo en la conciencia
la paz que alivia los daños.

A tus plantas me acercó
para darme tu alegría,
ya que en tu rostro encontró
esa fe que, cada día,
sólo a mí me regaló.

Jamás le podré olvidar,
pues me dio tu devoción
para poderte rezar,
y vive en mi corazón
para mi alma cuidar.

Es pregonero conmigo
de tu bendita Salud,
así, como te lo digo,
pues hoy canta tu virtud
con mi fe como testigo.

Ahora mismo, desde el cielo,
sigue poniéndote flores
con ternura y con anhelo,
impidiendo que Tú llores
y que uses el pañuelo.

Ampáralo, Madre mía,
cúbrelo bajo tu manto
en la noche y en el día,
que en tu amor siempre confía
el júbilo de mi canto.

Reina y Señora querida,
dile a mi tío José
que mantenga protegida
a la familia, pues sé
que bendice nuestra vida.

Y Tú, Flor entre las flores,
mi Salud inmaculada,
mitiga nuestros dolores,
que Triana, enamorada,
te regala sus amores.

Foto: Francisco Santiago










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