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Eucaristía y vida cristiana. Juan Mª Laboa


 Arte Sacro. A continuación les reproducimos el texto íntegro de la intervención del padre Juan María Laboa en la convivencia de hermandades sacramentales celebrada el pasado 14 de junio en la parroquia de San Ándres y organizada por la hermandad de Santa Marta para celebrar el XXV aniversario de la fusión con la hermandad sacramental.

Eucaristía y vida cristiana

En el último Boletín de la Hermandad, que celebra el XXV aniversario de la fusión de la Hermandad Sacramental de San Andrés con la Venerable Hermandad de Santa Marta, he encontrado reproducidos dos cuadros espléndidos de Tintoretto, “La Última Cena” y “El Lavatorio de los pies”, encargados ambos por la Scuola del Santísimo Sacramento de San Marcuola, en Venecia, para su capilla del Santísimo. A mediados del siglo XVI fueron colocados en esta capilla  a la derecha y la izquierda del altar. Justo bajo la Cena se encontraba el banco donde se sentaba la Junta de Gobierno y su respectiva situación nos da a entender el convencimiento de  sus miembros de que acompañaban a Jesús en la Cena al modo de los apóstoles. El cuadro del Lavatorio de los Pies, siempre presente a sus ojos, les recordaba permanentemente la integración mutua de la Cena y del amor fraterno, de la Eucaristía y la caridad, de la indisoluble relación del amor a Dios y a los hermanos.

Quisiera iniciar la reflexión con estos tres pensamientos, tan importantes en el cristianismo y en una Hermandad Sacramental como la nuestra: la Eucaristía es una comida de Cristo con sus discípulos; la Última Cena conmemora y constituye un sacramento y, al mismo tiempo, un drama humano; no se da Eucaristía sin caridad.

Estas ideas pueden ayudarnos a reflexionar sobre cuanto Jesús hizo en la Cena del Jueves Santo. El sacrificio eucarístico es fuente y cumbre de toda la vida cristiana porque su institución por parte de Jesús ha sido el mayor signo de amor de Dios por nosotros.

En efecto, la institución de la Eucaristía es una extraordinaria victoria del amor de Dios. Recordemos las circunstancias en las que se produce. Todos los relatos de la Última Cena ponen la Eucaristía en relación con la traición de Judas. Pablo afirma: “El señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió” (1 Co 11,23). Mateo y Marcos, por su parte, nos recuerdan que Jesús era consciente de la traición: “Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará, el que come conmigo”.

Su ministerio de dedicación a Dios y a los hermanos, de generosidad y servicio, estaba a punto de ser brutalmente interrumpido por una traición, el pecado más contrario al dinamismo del amor.

Nuestro corazón humano responde a la traición con la venganza o la justicia penal, con el ojo por ojo y  el diente por diente, pero Jesús supera su abatimiento y lleva su actitud generosa hasta el extremo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Jesús anticipó su propia muerte y la hizo presente en el pan partido, que, desde entonces, se convierte  en su cuerpo, y en el vino, que se convierte en su sangre derramada, transformando así su propia muerte en ofrenda de amor y generosa entrega por sus hermanos.

Se trata de una generosidad absoluta, de una transformación radical del acontecimiento que contemplamos. Cuando hablamos de Eucaristía, recordamos la transformación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús, pero resulta necesario, también, recordar con inmenso agradecimiento la transformación de la muerte del condenado injustamente en don de amor y de fraternidad, en medio de comunión y de alianza. Esta es la victoria completa del amor, capaz de convertir un acontecimiento de ruptura y pecado en una situación de comunión y alianza. En realidad, en este acto encontramos la explicación y el significado pleno de la Redención.

Jesús sabía que iba a ser traicionado, abandonado por sus discípulos, negado por Pedro, acusado falsamente, condenado, escarnecido y ajusticiado. Él anticipó estos acontecimientos en  la Última Cena y los transformó en don de amor y ofrenda de alianza. Transformó el mal y la muerte en victoria de amor, en un acontecimiento de comunión. Consiguió que el amor venciera a la muerte, al egoísmo, a la mezquindad, enseñándonos una nueva actitud, un nuevo talante, un modo nuevo de actuar. Con este ejemplo podemos comprender en profundidad el diálogo de Jesús con Zaqueo: “Si no naces de nuevo, no entrarás en el reino de los cielos”. Así podemos comprender la lógica de la actuación de Cristo, tan distinta de nuestra lógica espontánea, de nuestro modo de actuar y reaccionar.  Así podremos comprender la necesidad de nacer de nuevo, es decir, de reconvertir nuestro talante, nuestros valores, nuestras reacciones, al modo de Cristo.

La Eucaristía es fuente de comunión con Cristo y con los hermanos. Lo dice Pablo: “La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo?  Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan”  (1 Co 10, 16-17). Si los cristianos nos dejamos vencer por el egoísmo, no estamos en condición de celebrar la Eucaristía. La Cena del Señor no es auténtica si los corazones están cerrados: “Él dio su vida por nosotros; por lo tanto también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (Jn 3, 16).

Más allá de la alta teología y de la doctrina elaborada, que, a menudo, respetamos y repetimos, pero que no siempre somos capaces de integrarla en nuestra vida real, podemos experimentar el sentido y las exigencias de la enseñanza de Jesús, a través de conceptos más de andar por casa, pero, tal vez, más operativos. En este sentido, quisiera señalar y comentar en estos minutos algunas palabras que pueden indicarnos la fuerza y el reto que la Eucaristía debe provocar en nuestras vidas: tener hambre y sed de Dios, compartir la mesa, hacer memoria de Jesús, generosidad, anticipar, renacer, bendecir.

Estos conceptos meditados y hechos nuestros pueden ayudarnos a vivir mejor la Eucaristía, a adentrarnos en su sentido más profundo, haciendo memoria de cuanto pasó y de nuestra actitud ante sus consecuencias.

Empecemos preguntándonos con sencillez: “¿Cómo podemos explicar el hecho de que pasemos gran parte de nuestra vida comulgando con asiduidad, recibiendo a Jesús en nuestras almas y mantengamos los mismos defectos, el mismo egoísmo, la misma incapacidad de renovación? ¿Cómo se puede explicar que tanta gracia acumulada no se note adecuadamente, no marque nuestra vida y nuestra actuación?

¿Cómo es posible que frecuentemos la Iglesia, recibamos la Eucaristía, hablemos de Cristo, lo adoremos, y vivamos indiferentes ante la injusticia y la desigualdad, la mentira y el egoísmo, la rutina y el desamor?

I. TENER HAMBRE

A fuerza de estilizar los símbolos, de respetar los ritos y de cuidar la liturgia, corremos el peligro de olvidar que, en el origen de lo que celebramos, hubo una cena de despedida y que a lo que estamos invitados es, no a un espec­táculo, ni a una representación, ni a una conferencia, sino a una comida fraterna.

Y para comer, lo primero que uno necesita es tener hambre. Esta realidad, estremecedora en dos tercios de nuestro mundo y que tendría que quitarnos el sueño al tercio restante, tiene mucho que ver en el ámbito espiritual con un cierto "estado de vigilia", de búsqueda y de inquietud, que mantiene despierto el deseo, el ansia, la necesidad. Pero, ¿de qué deseos hablamos? ¿El deseo de Dios y de ser sus hijos? ¿El deseo de ser ricos, de aparentar o de saciar nuestras pasiones cueste lo que cueste?

Responder con coherencia a estas preguntas requiere un trabajo de poda que no siempre estamos dispuestos a hacer, porque al Deseo con mayúscula lo debilitan y lo adormecen los pequeños deseos parásitos que se encarga de inocularnos una sociedad especialista en generarlos por todos los medios.

Recordemos las palabras de Isaías, que tan bien describe el ansia de Dios del alma que busca a Dios:

"Mi alma te ansía en la noche

mi espíritu en mi interior madruga por ti

!con qué ansia por tu nombre y tu recuerdo!” (Is 26,8-9)

"Mi garganta tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti,

como tierra seca, agostada, sin agua...

Me saciaré como de enjundia y de manteca

y mis labios te alabarán jubilosos." (Sal 63,2.6)

"Cuánto he deseado cenar con vosotros esta pascua antes de padecer!..." (Lc 22,14) decía Jesús, pero nosotros andamos desganados o aparen­temente satis­fechos, entretenidos en mil distracciones, y el deseo hondo del Señor y  de su Reino nos resulta, a menudo, demasiado exigente y su pretensión de totalizar nuestra vida nos asusta  y nos repele, porque contradice tantas ambiciones, pasiones y ocupaciones como nos embargan.

"Cuando vuelva el hijo del Hombre ¿encontrará deseo en la tierra?", podríamos preguntarnos parafraseando la frase de Lucas (cf Lc 18,8). Porque quizá nosotros tenemos ya bastante con programar un viaje o planear unas vacaciones, estar al tanto de las últimas noticias, conseguir que nos conozca y reconozca una docena más de personas, alcanzar el puesto que buscamos, cueste lo que cueste, lograr el reconocimiento de la sociedad, escribir el artículo que dará que hablar o lograr, por fin, el placer que ansiamos... Es difícil "tener hambre" si son esas o parecidas las claves que marcan o dirigen nuestra vida.

Cuenta el libro de los Reyes que cuando Elías caminaba por el desierto hacia el Horeb y desfallecía en la marcha, un ángel lo reconfortó con pan y agua "y con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta llegar al Horeb, el monte de Dios"(1 Re 19,8). También en nuestra vida podemos experimentar esa sensación cuando estamos en marcha hacia algún "Horeb", cuando nos desgasta el trabajo por el Reino de los Cielos, la preocupación por los otros, la lucha por un mundo más humano y por abrir caminos al Evangelio; pero si andamos pendientes del "que si subo-que si bajo", agarrados a la barra del caballo del tío-vivo que gira siempre en torno a nosotros mismos, nos anestesiaremos peligrosamente y paralizaremos la urgencia de acudir a ese Pan que sostiene nuestras fuerzas.

"Querellémonos de nosotros, decía Juan de Ávila, que, por querer mirar a muchas partes, no ponemos la vista en Dios y no queremos cerrar el ojo que mira a las criaturas para, con todo nuestro pensamiento, mirar a sólo él. Cierra el ballestero un ojo para mejor ver con el otro y acertar en el blanco ¿y no cerrare­mos nosotros toda la vista a lo que nos daña, para mejor acertar a cazar y herir al Señor? Coja y recoja su amor y asiéntelo en Dios quien quiere alcanzar a Dios."

"Sin Eucaristía no podríamos vivir",  afirmaron con convicción unos cristianos del siglo II ante los tribunales, convencidos de necesitar un alimento de vida que viniera de fuera de ellos mismos y revelando una actitud que está en las antípodas de la autosufi­ciencia y de la dispersión.

Y nosotros ¿nos atreveríamos a decir con sinceridad que no podríamos vivir sin Eucaristía, o es para nosotros una especie de "plus piadoso", un complemento alimenticio que, en realidad, no nos dejaría hambrien­tos si prescindiéramos de él...? ¿Tenemos hambre de Dios? ¿Mi alma tiene sed del Dios vivo?

Podemos preguntarnos por nuestro deseos/hambres:                                      

                - dónde los tenemos puestos                                                         

                - cómo los alimentamos                                                               

                - cuáles son nuestros "deseos parásitos"...                                            

                                                               

II. COMPARTIR MESA

 "No serás amigo de tu amigo hasta que os hayáis comido juntos un celemín de sal" dice un proverbio árabe.  Y eso supone tiempo compartido, encuentro y conversación prolongada, confianza entre amigos.

Compartir la mesa es el gran símbolo de la convivialidad, de la reconciliación y la inclusión y, desde el AT, los banquetes son la mejor metáfora de lo que Dios prepara a su pueblo, tal como recuerda Isaías:

"El Señor de los ejércitos prepara

para todos los pueblos en este monte

un festín de manjares suculentos,

un festín de vinos de solera;

manjares enjundiosos, vinos generosos”.

La imagen que elige Jesús para hablarnos de lo que es central en el Reino es la de un ban­quete, una comida festiva. Su gesto de compartir mesa con gente marginal prefigu­ra­ba y preparaba ya la Eucaristía como culminación de algo que él había ido gestando y expresando en aquellas comidas y en aquellas parábolas en las que los últimos eran acogidos y tenían un lugar preferente.

La primera comunidad recordó siempre este gesto revolucionario y sorprendente  del Maestro que incluía a judíos y no judíos, a libres y esclavos, a mujeres y hombres, a pobres y ricos.

"Partir el pan expresaba y creaba la fraternidad porque suprimía las barreras discriminatorias. No era un rito de evasión o de enclaustramiento, sino un compromiso y una toma de posición frente a una sociedad dividida en grupos opuestos. Partir el pan iba unido a la preocupación porque comieran los pobres y desposeídos de la comunidad y esto no sólo por razones humanita­rias, sino, sobre todo, por una exigencia de formar la Iglesia concreta que tiene el deber de rechazar la distinción entre ricos y pobres."

Nosotros, creyentes, debemos preguntarnos cómo y con quiénes compartimos el banquete de nuestra vida, a quiénes sentamos a la mesa de nuestro tiem­po, de nuestra amistad, de nuestros bienes y de nuestro interés...; a quiénes excluimos y por qué. Intentemos detectar qué dinamismos de interacción están ya presentes y actuantes dentro y fuera de la Iglesia para adherirnos a ellos. La Eucaristía nos lleva a la unidad y a la igualdad. Eucaristía es el pequeño grupo de Hechos de los Apóstoles 4,32, que se hace comunidad, es decir, se hace “un solo corazón y una sola alma”, en la que “nadie llama suyos a sus bienes, sino que todo lo tienen en común”.                             

III. HACER MEMORIA DE JESÚS 

En una ceremonia solemne de Jueves Santo en la basílica de san Pedro de Roma, durante la procesión en la que se llevaba el Santísimo Sacramento al monumento, los celebran­tes eran muchos, el papa, los cardenales y obispos, eclesiásticos ilustres, embajadores con sus vestiduras y uniformes coloridos y enjoyados, las fachas impresionantes de aquellos hombres, las voces graves y sonoras con que cantaban el Pange Lingua. No cabe duda de que el impacto estético era fuertísimo.

Y en aquel momento surgió la sensación de que toda aquella belleza era ambigua. Es verdad que podía abrir un camino hacia la trascendencia, pero suponía a la vez una amenaza por su capacidad de distraernos sutilmente de aquello que estábamos recordando. La solemnidad, el incienso, el latín, el renacimiento, las velas y las flores podían alejarnos de la historia dramática de la que estábamos haciendo memoria: un galileo arrastrado por las calles de Jerusalén, torturado en unos sótanos, abucheado por la multitud, senten­ciado por las autorida­des, ejecutado públicamente fuera de la ciudad.

Soy consciente de que éste es un tema delicado pero si nos atrevemos a abordarlo, quizá no nos refugiaríamos tanto en la estética, la solemnidad y  la majestuo­sidad, la privatización  de todo lo que tenemos a nuestro alcance.

Porque "partir el pan" es mucho más que un gesto ritual, es una forma de comer que expresa una forma de vivir. Hacemos memoria de Jesús para seguir haciendo lo que él hizo: "partirse la vida", "vaciarse hasta la muerte", según la expresión de Isaías. De  esa memoria nace nuestra fraternidad y sólo se "reconoce a Jesús al partir el Pan" cuando el estilo de vida que él expresó en su entrega se hace presen­te, aunque sea germinalmente, en cuantos pretendemos seguirle.  Nuestra experiencia nos enseña que, a menudo, el olvido de “la muerte y muerte de cruz” suele ir unido a la despreocupación y el olvido de cuantos hoy siguen en la cruz.        

Aquella noche Jesús se acordó del amor de su Padre. Acorralado, consciente de que habría podido hallarse del otro lado, del de los fuertes y poderosos, y sabiendo que aún podía luchar espada en mano, lo que hizo fue tomar un trozo de pan, partirlo y distribuirlo entre sus amigos diciendo: “Esta es mi vida y os la doy a vosotros. Siempre que de una u otra forma os encontréis en mis circunstancias, acordaos de mí y haced lo que yo hago ahora”.

IV. DERROCHE GENEROSO                                                              

En nuestra vida no somos, generalmente, especialmente generosos. Más bien, nuestra cultura se caracteriza por otras acciones: apropiarse, guardar, retener, acumular, poseer. Acostumbrados a la lógica del cálculo, de la medida y la cautela, no nos es fácil entrar en la lógica de la Eucaristía en la que celebramos el máximo derroche, el total despilfarro.

Pero es precisamente eso lo que se nos enseña la vida y las palabras de Cristo: "haced esto en recuerdo mío". No dice "meditad ","escri­bid", "reflexionad teológicamente", "componed himnos","bor­dad ornamentos","organizad procesiones" "celebrad congresos", sino, sencilla­mente "hacedlo", repetir lo que yo hago. No como una ejecución mimética, sino como algo que nace de dentro, de ese rincón secreto de nuestra verdad última.

Gracias al relato de la Cena, sabemos lo que había en el interior de Jesús ante su muerte. Sin la Eucaristía, sería posible pensar que murió por una especie de "lógica de  la necesi­dad", por­que no podía ser de otro modo. Sabemos que no fue así: la noche en que iba a ser entrega­do, cuando su vida estaba en peligro pero aún no estaba detenido y todavía estaba abierta la ocasión de escapar de una muerte que le pisaba los talones, él hizo el gesto de ponerse entero en el pan que  repartió e hizo pasar la copa con el vino de una vida que iba a derramarse hasta la última gota. Y aquél gesto y aquellas palabras, recordadas en cada Eucaris­tía, nos permiten adentrarnos en el misterio de una voluntad de entrega que se anticipa a la pérdida: nadie puede arrebatarle la vida, es él quien la entrega volunta­riamente (cf. Jn 10,18), tal como lo acabamos de leer en el evangelio de san Juan.

La Eucaristía nos obliga a hacer de la entrega de Jesús un estilo de vida, un camino de seguimiento, una llamada perentoria a continuar viviendo eucarísticamente, es decir, escapando de la espiral de la codicia y de la posesión para entrar en la danza de la vida que se desparrama, en el gozo extraño de ofrecerse y darse, de des-vivirse, de entregar todo lo que se es y se tiene. La muerte del P. Kolbe fue eucaristía, la vida de la Madre Teresa de Calcuta fue eucaristía,  la entrega de tantos misioneros sacrificados en África y América a lo largo del siglo XX han sido eucaristía.

V. ANTICIPAR

La Eucaristía nos revela cómo será el futuro que Dios quiere para nosotros: una humanidad reconciliada y fraterna, una mesa para todos en la que circularán el Pan y la Palabra, una comunidad reunida en torno al Resucitado y partici­pando de su Vida. Al acercarnos a ella desde  la experiencia dolorosa de un mundo dividido y roto, nuestra esperanza se rehace al celebrar anticipadamente la realización del sueño de Dios sobre su mundo.

Vivir la Eucaristía como anticipación utópica, como "maqueta" del mundo que el Padre quiere, nos hace volver a lo cotidiano más capaces de perdonar y de ser perdonados, más decididos a trabajar por ensanchar espacios en los que cada hombre y cada mujer encuentren su lugar en torno a la mesa común, más dispuestos a ser pan compartido y presencia real del amor de Dios para los últimos.

VI. COMERSE A JESÚS

Nos es fácil sacar la lengua o poner la mano para comulgar y tragarnos el Pan y luego volver a nuestro sitio con recogimiento y dar gracias con devoción y respeto. Pero nos resulta más duro hablar de comerse o masticar a Jesús, es decir, hacerlo carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Asimilarlo hasta el punto de actuar en su nombre, de acuerdo con sus palabras e intenciones. Esta sería la auténtica metanoeite,  el cambio de mentalidad, de Mc 1,15, o el "tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús” de Fil 2,5, sus preferen­cias, sus opciones, su estilo de vida, su extraña manera de vivir, de pensar y de actuar.

Intentemos un ejercicio espiritual de alto riesgo si lo realizamos con determinación. Tomemos el Evangelio dispuestos a seguirlo con seriedad,  lo abrimos por donde nos salga y cuando leamos, por ej.: "El que quiera ser el mayor entre vosotros que sea vuestro servidor" (Mt 23,12); "No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (Mt 18,22); "Me dan compasión estas gen­tes, dadles vosotros de comer" (Mc 6,34.37 ); "No atesoréis tesoros en la tierra" (Mt 6,19); "Las prostitutas os precederán" (Mt 21,31); "Prestad sin esperar nada a cam­bio" (Lc 6,35)..., hacer el gesto interior de "tragarnos" eso, de comulgar con ello, de desear, al menos, irnos poniendo de acuerdo con Jesús, creciendo en afinidad con él, pidiendo al Padre, con la pobreza de quien se siente incapaz desde sus fuerzas, que "nos ponga con su Hijo" y nos haga ir teniendo "parte con él" (cf Jn 13,8), con  las consecuencias de que sea el "Primogé­nito de una multitud de hermanos..."

VII. BENDECIR

Es el verbo central de la Eucaristía y la médula de nuestra vida. Una de las experiencias más gozosas de Israel es la de reconocer que la bendición de su Dios le conce­de vida, fecundi­dad y protección. Decir "bendición" es decir regalo, don gratuito.  El "bendecir" de Dios es "bienha­cer", y los creyentes  reaccionamos con una "bendi­ción ascenden­te" que dirige hacia el Señor su alabanza y su acción de gracias.  A través de la bendición, el creyente israelita entra en una triple relación con Dios, con el mundo y con los demás: al  repetir insistente­mente a lo largo del día "Bendito seas, Señor, Dios del universo por...", reconoce a Dios como origen de todo lo que existe, al mundo como un don a acoger y a los demás como hermanos con los que hay que participar del único banquete de la vida.   

La Eucaristía, que nació en esta tradición: "Tomó el pan y, pronun­ciada la bendición, se lo dio..." (Mc 14,22; cf Mt 26,26; Lc 22,15;  1 Cor 11,24), es para nosotros la ocasión de convertir en bendición nuestra vida entera, de demostrar con nuestra actuación todo nuestro agradecimiento.

Tenemos en las manos y en el corazón la opción de vivir "en clave de murmura­ción", quejas, resentimiento y desencanto, como Israel en el desierto (cf Ex 16-17) o "en clave de bendición", descubriendo en la vida, más allá de su opacidad, la presencia que hacía estremecerse de alegría a Jesús (cf Mt 11,25) cuando sentía la comunión de sus preferen­cias con las del Padre.

La Eucaristía nos invita a vivir con la bendición del Padre y este gozo se nos ofrece como un pan que se parte: "Al que venga, le daré un maná escondido..." (Ap 2,17). "Estoy a la puerta y llamo: si alguien escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20).

Ante el sagrario, ante nuestros hermanos, ante Dios que habita en nuestras almas, tal vez, sólo seamos capaces de esos gestos elementales: poner la mesa, estar despiertos, quedarnos en silencio, vigilar, reconocer una voz, abrir la puerta, acoger agradecidos ese maná escondido, pero si somos agradecidos y amamos a los hermanos, Dios permanecerá en nuestras vidas.

Queridos hermanos, vosotros tenéis hoy en vuestras manos la posibilidad de responder al gran reto de nuestro tiempo. Con vuestra disponibilidad y posibilidades, en la comunión fraterna de los miembros de la Hermandad, con vuestra fe y generosidad, seréis capaces de hacer presente en nuestra sociedad al Señor Jesús, alfa y omega de la creación, luz y alegría de nuestras almas.










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