Arte Sacro
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Un creyente. Javier Rubio. El Mundo


Pongámonos en situación: es noche cerrada pero la escena está iluminada por unas tenues farolas y las refulgentes llamas de un automóvil ardiendo a la espalda del jovenzuelo que está frente a la cámara de televisión ante la que se desfoga con esa verborrea barata de quien no tiene ideas suficientes para las palabras que gasta.

El tipo larga una diatriba sobre la chusma y el insulto que supone que todo un ministro de Interior haya usado esa palabra para referirse a quienes como él incendian propiedades privadas. Cuando se ha despachado a gusto, llega el momento de presentarse ante los atónitos telespectadores.

Uno se creía tentado a pensar que el individuo iba a definirse como un pobre estudiante o un honrado trabajador o un joven airado o un esforzado padre de familia. Más aún, que iba a reafirmar su condición de ciudadano nacido en el solar patrio con todos los derechos que otorga el pasaporte nacional, pero el tipo en cuestión 0pta por una definición que corta el aliento: «Soy un creyente».

No dice en qué cree, pero es fácilmente deducible cuál es su credo que lo conecta por encima de barreras fronterizas, de ideologías y de idiomas con el resto de creyentes de la omino, la comunidad de fieles que tienen por Dios a Alá, el Compasivo, el Misericordioso y cumplen los cinco pilares del Islam. De manera análoga a la distinción de la Humanidad entre judíos y gentiles, los musulmanes distinguen entre Dar EI-Salamm, el mundo islámico, y Dar AI-Harb, el resto del mundo que tiene que ser conquistado y convertido a la fe verdadera. No hay división más acusada: de este lado los creyentes, del otro los infieles.

Lo de Paris desde hace quince días —es obvio que la escena anterior estaba grabada en las afueras de la capital de la luz— tiene un ingrediente religioso del que aquí, afortunadamente, estamos a salvo por ahora. Pero el resto de condicionantes para que se produzca un estallido social como el que ha hecho temblar los cimientos de la y República están ahí latentes en tantos barílos marginales o en abierto proceso de degradación de Sevilla donde los jóvenes se han dado cuenta de que no tienen futuro. Aunque suene muy bárbaro, todo ese lumpen servía antiguamente como carne de cañón para las veleidades bélicas o las protestas subversivas, según de qué lado soplaba el viento.

Esa válvula de escape, afortunadamente, hace tiempo que se averió para siempre, pero la presión en el interior del cuerpo social sigue incrementándose conforme sube la temperatura (ley de Boyle-Mariott) del desencanto y la falta de horizontes vitales.

Por supuesto que la situación no ha estallado como en Francia y que el bienestar económico que disfruta España amoí-tigua las tensiones, pero no por ello dejan de estar ahí, larvadas como un venero subterráneo prontas a buscar el manantial por el que brotar tumultuosas. Sesudos análisis de los observadores de la explosión (más acertado sería implosión) social francesa sitúan en la quiebra del envidiado sistema educativo público de Francia la raíz de todos los males. Aquí, en eso, ya tenemos medio camino andado. Lo único que nos salva, de momento, es que no imaginamos a ningún mastuerzo con el pasamontañas definiéndose a sí mismo: «Soy un cofrade».

javier.rub¡o@elmundo.es










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