Arte Sacro
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Ventana al paraíso. Carlos Colón. Diario de Sevilla


En el tambor de la cúpula de mi parroquia de Santa Cruz se abren ventanales por los que toda la luz del cielo desciende suavemente, multiplicándose en los blancos muros neoclásicos, para alumbrar el familiar corrillo presidido por la romana Virgen de la Paz –matrona bondadosa pero de severa rectitud– y formado por el Cristo de las Misericordias, la Virgen de los Dolores, San José meciendo al Niño en la cuna de sus brazos, la Virgen de Lourdes recordando la huella francesa que tanto marcó a este barrio y el Sagrado Corazón al que Pedro Ibarra, nuestro párroco, rescata de su hornacina de olvido cada mes de junio concediéndole la presidencia del templo.

Cuando llega el verano a esta parroquia alegre, blanca, serena, tan sevillana y tan kantiana –como si en ella nunca riñeran la emoción, la religión y la razón–, se abren de par en par los ventanales de la cúpula y se tienden unas velas o cortinas oscuras para amortiguar el peso de la luz. De entre ellas hay una, justo la central si se mira hacia el altar mayor, que se me representa una ventana abierta al paraíso, un punto de fuga en el que misteriosamente se unen el más allá y el más acá, la eternidad y el tiempo. Bajo y ante ella, en la clave del gran arco que enmarca el altar mayor, están escritas las cuatro letras hebreas (Yod-Heh-Waw-Heh) que representan el nombre propio de Dios, el símbolo llamado "ha Shem" (el Nombre) por los judíos y tetragrámaton (cuatro letras) por los griegos, cuya correcta pronunciación se desconoce porque es una blasfemia pronunciarlo –por lo que los judíos piadosos lo eluden, designándolo como el Nombre y aludiendo a Dios como Adonai (mi Señor)– y cuyo significado deriva de la tercera persona singular del verbo judío ser: "Dios es".

A veces, en las mañanas o las tardes de verano, el viento agita la cortina de esta ventana dejando ver, no el cielo, sino una luz cegadora que parece deshacer el marco de la ventana. Entonces la mirada asciende irresistiblemente de la Roma chiquita del baldaquino de la Virgen de la Paz –minúsculo templete bramantesco de San Pietro in Montorio en el corazón de la acrópolis sevillana– hasta el Nombre, y de éste a la luz que parece succionar y atraer hacia sí la iglesia con todo lo que contiene; como si voláramos de la serena racionalidad kantiana del templo neoclásico a la apasionada religiosidad judía del tetragrámaton y de éste –desmaterializados– ascendiéramos al cielo. Por eso, en esta ventana que parece abierta, no para dejar entrar la luz, sino para llevarnos a ella, veo la más serena, bella y dulce imagen de ese amargo tránsito al que llamamos muerte. Aunque quienes nos lloren lo ignoren y los padecimientos últimos lo oculten, la muerte es ascender hasta traspasar esta ventana y gozar de la luz eterna cuyos intermitentes destellos adivino cuando en las tardes de verano el viento juega con la luz en la cúpula de Santa Cruz.

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