Arte Sacro
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Feria sacra con remate de cánticos de las monjas. Francisco Correal. Diario de Sevilla.


A las diez de la mañana, el simpecado giró en la calle Bécquer para coger Feria en esta Feria sacra, la calle más mariana y coronada de la ciudad. Allí, frente a los Altos Colegios, en el palco espontáneo que forman los coches aparcados, Fernando Soto contemplaba la escena, la fiesta superlativa. Fue diputado comunista, uno de los tres sevillanos juzgados en el proceso 1001, el sindicalista que según cuenta su amigo Eduardo Saborido le alzó la voz al ministro Solís, la sonrisa del Régimen, cuando presentaba el canal Sevilla-Bonanza en el teatro San Fernando. "Estoy por ella", dice señalando a Mari, su mujer, oficialmente Leonor. "Yo soy muy reacio a estas cosas. Sinceramente, yo creía que con el final del franquismo las devociones populares, la copla, el fútbol y todas estas historias se iban a acabar. Está claro que me equivoqué. Algo tendrán estas cosas con independencia del uso que el franquismo hizo de ellas".

Algo tienen, evidentemente. Basta con seguir la estela del simpecado. Calle Feria, entre Relator y Antonio Susillo. Juan y Marina han llenado sus balcones, un primero y un segundo correlativos, dúplex rociero, de mantones de Manila. Una guitarra dirige las sevillanas rocieras. Rociarán de pétalos al simpecado, una lluvia que deja en ridícula amenaza al sirimiri. "Todavía me duelen los riñones de agacharme en una rosaleda que hay cerca del Alamillo", dice Juan. Junto al balcón de la fiesta, ocultos tras una reja, el pescadero jubilado y su esposa se enjugan las lágrimas, lloran a la par, en silencio. Nadie sabe por qué. El dolor y la alegría utilizan mecanismos muy similares para manifestarse.

En el balcón de Juan hay un rociero que se multiplica: canta, hace fotos, saluda a media hermandad, participa en el lanzamiento de pétalos y ayuda al dueño del piso a recoger y doblar los mantones. "Soy de esta hermandad antes de que se creara", dice Agustín Henke, el Nervio entre sus amigos, músico de profesión, descendiente de la corriente migratoria de alemanes que estudió Enrique Otte, discípulo de Carande.

Campanas en Montesión. Feria se estrecha por Castellar. Dos bueyes negros, gigantescos, tiran del simpecado. Y un boyero joven, con móvil y look de Sergio Ramos, tira de los bueyes. Todos salen de sus negocios. Marisol ha cerrado la farmacia mientras pasa el cortejo. Los parroquianos de Casa Vizcaíno salen con sus consumiciones en la mano mientras tañen las campanas de Montesión. Christian, la mujer de Benito Moreno, está en la puerta de Padilla. Ha puesto un separapáginas en el ensayo sobre Juan Benet que está leyendo. Un JB en la calle de otro JB, Juan Belmonte. Abelardo y Patricio tampoco han resistido la gozosa tentación. Y Javier Queraltó, el arquitecto que dirige la Oficina de rehabilitación de la Alameda, San Luis y San Julián, no para de hacerle fotos al simpecado.

De San Juan de la Palma a Santa Ángela de la Cruz sin bajar de los altares. El barrio es el verdadero centro del universo, debe pensar el hermano mayor, Manuel Velázquez, propietario de una empresa de pinturas. El mejor cuadro de la mañana está a punto de aparecer. Han abierto las puertas del convento, de la casa-palacio donde nació Villalón. Una treintena de monjas en la puerta, con abundancia de novicias. Un hermano a caballo pide que calle el tamboril para que las monjas hagan lo que saben hacer: hablar con Dios cantando. La calle es un trozo de cielo. Tres policías locales con bigote, McCloud sin caballo, le dicen al hermano mayor que tiene que ajustar los horarios para que la ciudad vuelva a la rutina.

Hay algarabía de escolares por el itinerario. Los bueyes mitológicos tuercen por Imagen. El lápiz del cartel de los 75 años del Colegio de Arquitectos traza la curva del compás. En Laraña, la Sevilla poliédrica: sevillanas rocieras junto al cartel de Miguel Pérez Aguilera y en el pasaje Francisco Molina.

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