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Opinión. El ejercicio de la caridad no es dar dinero. Juan Manuel Labrador Jiménez


 Desde siempre se ha dicho que nuestras Hermandades poseen tres pilares sobre los que se asientan, y éstos son la formación, el culto y la caridad. Ya hemos hablado, en días anteriores, de los dos primeros puntos, y hoy nos centraremos en el que, quizás, sea el más crucial y, a la vez, el más olvidado, como es el ejercicio de la caridad. 

Los cofrades nos sentimos satisfechos con la caridad al crear en nuestras juntas de gobierno un cargo dedicado exclusivamente a esta labor. Ahí está ese diputado o diputada que, día a día, lucha con el mayordomo para obtener, por parte de los fondos de la Hermandad, algo más de dinero para las labores asistenciales que se pretenden realizar. Sin embargo, éste no es el mayor problema de una diputación de caridad, puesto que el mayor inconveniente no es el económico, sino el de la participación, el de la implicación por parte de los hermanos. 

¿De qué nos sirve en nuestras Hermandades hartarnos de dar limosna a diversas instituciones que desarrollan importantísimas laborales sociales, si luego los cofrades no se involucran en estas tareas, al preocuparse sólo del exorno de nuestras imágenes? La Santísima Virgen María no quiere una corona de oro, no nos equivoquemos, lo que Ella desea lucir sobre sus sienes es la presea de amor de un trabajo y de una puesta en común de los hermanos de una corporación. No ofrezcamos a Cristo una espléndida túnica bordada, si mis manos no han servido para acariciar el corazón de aquellos que necesitan de mi ayuda para darles de comer, para enseñarles a trabajar, para mostrarles la luz en un mundo que únicamente se sumerge en tinieblas ante el egoísmo y la insolidaridad del ser humano.

¿Cuántas veces hemos oído aquello de que el dinero no da la felicidad? Pensemos y meditemos esta frase, porque bien cierta es. De nada sirve que una Hermandad deposite millones de euros en una labor social, si los hermanos de la misma no se involucran en hacer caridad con su entrega y con su esfuerzo, y no con sus bolsillos. Ahí vemos el ejemplo más hermoso que hoy hallamos dentro de nuestro mundo cofrade, como es el de la acogida de los niños bielorrusos durante los meses del verano, en los que diversas familias de varias hermandades acogen en sus propios domicilios a niños a los que llegan a tratar como si fueran sus hijos, entristeciéndose el alma cuando estos chiquillos han de retornar a su lugar de origen, hasta que el año que viene vuelvan de visita.

Esa es la flor de la caridad, la del aroma más fragante, la que está empapada de ternura, de sinceridad, de gesto humilde... Practiquemos la caridad, cofrades, porque si no lo hacemos, de nada sirve mi penitencia bajo el antifaz nazareno, de nada servirá el peso de la trabajadera sobre mi costal, para nada valdrá que llene de incienso las calles luciendo mi dalmática, y mis solos de corneta se quedan simplemente en un vano lucimiento. Si no tengo y no practico la caridad, como dijo cierto pregonero, “yo no merezco llamarme hermano tuyo”.  

Foto: Francisco Santiago










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